Tercera historia de desescalada
Después de una larga y agradable caminata por el paseo marítimo de La Coruña, Mireia enfila hacia la parte alta de la ciudad. En la calle Tui, cerca de la comisaría de policía, se encontrará dentro de 15 minutos con Encarna, su psiquiatra, con la que tendrá la sesión semanal de terapia. Se verán en el piso de Encarna, quien en realidad todavía no es una psiquiatra diplomada. Cursa su segundo año de especialidad, tras haberse licenciado del grado en medicina por la Universidad de Santiago de Compostela. Encarna y Mireia tienen un acuerdo ventajoso para las dos. A ésta le sale gratis una terapia que de otra manera no se podría permitir, mientras que aquélla tiene la oportunidad de realizar prácticas con un caso auténtico, de forma pormenorizada, lo que le resulta de gran valía para su formación.
El paseo de más de una hora hasta llegar a la casa de Encarna es uno de los momentos favoritos de la jornada de terapia para Mireia. Podría llegar en poco más de 20 minutos a pie desde su casa, pero prefiere darse casi la vuelta completa a la ciudad por el paseo marítimo, si el tiempo no lo impide, claro está. Si puede, sube hasta la Torre de Hércules, se sienta junto a ella unos minutos y prosigue su camino hasta su destino final, subiendo por la Avenida de Navarra y Orillamar. Suele llegar unos cinco minutos antes de la hora acordada, tiempo que normalmente utiliza para contemplar, desde el promontorio en el que se encuentra la parte alta de la calle Tui, la entrada del océano en la Ría de la Coruña. Hoy han quedado a las 11:00 de la mañana. A las 11 menos 30 segundos, Mireia hace sonar el portero automático del segundo C, donde Encarna vive con sus padres en un bonito piso con ventanales desde los que se puede observar la inmensidad del océano.
Siempre es igual. Mireia sube las escaleras hasta el piso de Encarna a pie. Ésta al principio le preguntaba que por qué no tomaba el ascensor, pero ahora ya no se molesta en preguntarle. Ha comprendido que Mireia es una andarina y que además le viene bien para relajarse, para soltar estrés, algo que en su caso es muy importante. En cierto modo, admira la energía de su paciente. Ella nunca ha caminado los seis o siete kilómetros que se hace Encarna todas las semanas para venir a verla. De todo el mundo se puede aprender siempre algo.
Encarna invita a Mireia a pasar hasta la habitación de invitados, donde ha habilitado un improvisado gabinete. No es su única paciente. Pero sí que es la única a la que recibe regularmente en su domicilio. El resto de las consultas, las pasa, en compañía de un supervisor, en los despachos habilitados a tal efecto en el hospital Marítimo de Oza, donde, desde hace aproximadamente un año y medio, realiza sus prácticas psiquiátricas. Para ella, poder recibir a un paciente, a solas y de forma tranquila, como es el caso con Encarna, es un auténtico lujo.
Sabe que no debería de estar haciendo esto, y mucho menos a escondidas. El estar tratando a un paciente, con un perfil tan problemático como el de Mireia, es una gran responsabilidad, y algo que en principio no debería hacer quien todavía no se halla en posesión del título oficial de psiquiatra. Durante la etapa de prácticas, en la que se encuentra Encarna ahora mismo, la ley dice que cualquier consulta que se pase ha de estar supervisada por un facultativo. Pero Encarna lo sabe; todo el mundo lo sabe; los futuros psiquiatras en formación están deseando practicar lo más posible. Y, si sale una oportunidad como ésta, nadie la deja escapar.
Cuando se encuentran sentadas, la una enfrente de la otra, Mireia empieza con su letanía de desgracias personales de juventud. En esta ocasión le relata a Encarna cómo, durante toda su infancia y primeros años de adolescencia, sus padres sistemáticamente la dejaban atada a una farola cada vez que entraban a comer a un restaurante. No se podían permitir pagar tres cubiertos; era demasiado caro. Y ella no hacía ningún mérito para ganarse ese privilegio. Le daban un bocadillo que su madre hubiera preparado en casa, y ahí la dejaban, una hora y media, dos horas, lo que sus padres tuvieran a bien tardar en salir.
A su madre le daba un poco de vergüenza dejarla fuera de los restaurantes, así, atada como un perro. Era todo idea de su padre, que la odiaba. Mireia nunca supo entender muy bien por qué. Ella nunca hizo nada para agraviar ni a su padre ni a su madre, pero aquél siempre la trataba con el mismo desprecio. Le decía que era por su bien, para que aprendiera que la vida no es fácil. El día de mañana, cuando pensara en ello, se lo agradecería. El día de mañana es hoy, y Mireia le está cualquier cosa menos agradecida a su padre por ser como fue con ella.
Le decían siempre lo mismo; bueno, se lo decía su padre: ‘No se te ocurra llamar la atención; tú quédate ahí sentadita, que no se vea la cadena que te ata a la farola. Como me entere yo de que alguien se ha acercado a ti para preguntarte qué te pasa, me voy a enfadar mucho’. Y Mireia se quedaba ahí, sentada, ocultando la cadena. Normalmente, se dejaba su bocadillo para cuando hacía ya unos 30 o 40 minutos que sus padres habían entrado en el restaurante. Eso le permitía repartir mejor el tiempo y que no se le hiciera tan largo.
A veces, sin embargo, era inevitable que algún transeúnte sorprendido de verla se acercara a ella. Mireia le cuenta a Encarna cómo una vez se le acercó un matrimonio de avanzada edad. La mujer insistía en que una niña tan joven, debía tener por aquel entonces unos 10 años, no podía estar ahí sentada en la calle, sin más. Ella les decía que estaba esperando a unos amigos, pero el matrimonio sospechaba que se había perdido y le daba vergüenza decirlo. A punto estuvieron de llamar a la policía, pero tuvo la suerte, o tuvieron sus padres la suerte, de que estos salieron del restaurante en ese momento, recién acabada su comida. Ramón, el padre de Mireia, le contó a la vetusta pareja no se sabe bien qué historia; el caso es que éstos prosiguieron su camino, aparentemente convencidos de lo que acababan de escuchar.
De historias como ésta, Mireia tiene un montón. Todo son historias inverosímiles, tanto por la naturaleza de las mismas como por el hecho de que todas ellas se concentren en una misma persona. A Encarna le cuesta mucho trabajo creer todo lo que sale de la boca de su paciente. Lo peor de todo es que no puede comentar nada con nadie, no puede buscar ayuda. Le resulta muy difícil, por tanto, dictaminar el curso que debe seguir un posible tratamiento para Mireia. Así las cosas, las sesiones se reducen casi más a terapia psicológica, para que Mireia pueda soltar todo lo que lleva dentro, que a una auténtica consulta de psiquiatría en la que poder proporcionar un remedio para sus traumas.
A Mireia no le importa lo más mínimo no observar avances. De hecho, es lo que espera y lo que desea. Sufre de lo que se llama trastorno de personalidad autodestructiva. Cuantas más historias cuenta sobre su turbulento pasado, cuantos más detalles inexistentes se inventa, más se siente caer en un pozo sin fondo, la única sensación que la satisface en su vida. Cuando Encarna termine su segundo año de especialidad, Mireia dejará de visitarla, como ha venido haciendo con tantos y tantos estudiantes de psiquiatría en los últimos años. A partir del tercer año, ya empiezan a tener los suficientes conocimientos como para poder detectar el problema de Mireia, y así tratarlo. Y eso es algo que ella quiere evitar a toda costa. Necesita poder seguir autodestruyéndose, año tras año, y para eso necesita inexpertos estudiantes de práctica psiquiátrica...
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