Día 1

Cuando Saturnino Satrústegui se despertó, todo parecía normal. Fue al mirar a su alrededor que se dio cuenta de que algo era distinto. La luz entraba por la ventana de su habitación con una intensidad anormal para esa hora. Lo que Saturnino no recordaba era que se había echado una siesta y no eran las 7 de la mañana, su hora habitual de despertarse, si no las 3 y media de la tarde. Era ese carácter irreflexivo que lo había caracterizado toda su vida el que lo llevó al error, como tantas otras veces antes. 
Una vez, había llegado incluso a buscar su casa durante horas, no recordando que estaba de vacaciones, visitando otra ciudad. Muchos pensarían que se trataba de Alzheimer o alguna otra enfermedad característica de las personas mayores cuando empiezan a no recordar cosas. Sin embargo, Saturnino estaba muy orgulloso de su condición. Tenía todo el derecho, pensaba él, a ser distinto de los demás. Si no le gustaba fijarse en las cosas, ese era su problema, y de nadie más.  
A veces ocurría que esos familiares se ponían muy pesados insistiendo en llevarlo a ver al médico. Saturnino siempre se negaba, aduciendo que los que estaban mal de la cabeza eran ellos. Nadie tenía ningún derecho a juzgarlo por su forma de ser, porque esa era su forma de ser. Él no tenía ningún problema, ninguna condición médica. Estaría bueno. 
Recalibrando la situación, y una vez caído en la cuenta de que efectivamente se acababa de levantar de la siesta y no después del sueño nocturno, Saturnino se dirigió a la cocina a prepararse su merienda favorita: té con leche y sándwiches de galletas con margarina. Otra tontería, que todos sus familiares insistieran en decirle que tenía que comer de forma más saludable. A él le gustaba comer lo que comía, y nadie tenía que decirle qué dieta había de seguir. No en vano, con su dieta y sus hábitos había conseguido llegar a los 103 años de edad  
En realidad, sólo tenía 73, bueno 73, 3 meses y 21 días, para ser más exactos. Pero a él se le había metido en la cabeza que tenía 103 y de ahí no le iba a sacar nadie. Una vez en la cocina constató, cuando se disponía a coger una bolsita de té, que este se la había terminado. Tendría que bajar al supermercado a comprar más té. Lástima que los domingos todas las tiendas del barrio estuvieran cerradas. Y claro, con 103 años de edad, no podía ya conducir hasta uno de los hipermercados en las afueras. 
Nunca antes se le hubiera ocurrido pensar que pudiera llegar el momento en el que no pudiera tomarse su té por habérsele acabado. Bueno, en realidad tenía la despensa llena de cajas de té, pero eso a él le daba lo mismo. Ahora tocaba pensar que no tenía té y que tenía que quedarse sin merendar. De hecho, nunca merendaba. Siempre que iba a prepararse el té hacía la misma reflexión, es decir, que este se le había acabado. Todas las cajas de bolsas de té que tenía en la despensa tenían como poco 5 años de antigüedad, desde que empezó a comportarse de manera distinta y ya nunca más bajó a hacer la compra, ni siquiera un día como hoy, jueves, donde todos los comercios están abiertos. 
Tan grande fue el disgusto que se cogió por no poderse tomar el té, que se pasó más de media hora apoyado sobre la barandilla del balcón mirando a la calle y refunfuñando, maldiciendo su suerte. Los vecinos, como cada día a esta hora, lo miraban desde sus ventanas, preguntándose por qué siempre salía ese hombre, para los desconocidos, o Saturnino, para los que lo conocían, a la misma hora y siempre para quedarse ahí, impertérrito y con cara de pocos amigos. Más de uno estuvo tentado de acercarse a su balcón y preguntarle si todo iba bien, pero claro quién era uno, para meterse en la vida de otro. Probablemente era un hábito y ya está. 
En el transcurso de esa media hora que pasaba en el balcón, Saturnino siempre repasaba su vida. Los días felices en que conoció a Manuela, su gran amor, ¿Qué fue de ella? ¿Murió? No recuerda haber ido a su entierro. Tampoco recuerda haber guardado el luto por ella. También recordaba la felicidad del nacimiento de sus dos hijos, bueno, su hijo, Saturnino segundo, y su hija Manuelita. Ahora se habían vuelto muy fastidiosos y no paraban de decirle que necesitaba ir a algún tipo de residencia para mayores donde pudieran cuidar de él. Seguro que en realidad lo que querían era quedarse con su dinero. Lo que Saturnino, por supuesto, no recordaba, era que su mísera pensión apenas le llegaba para sus gastos mensuales. Desconocía incluso que cada uno de sus dos hijos aportaba unos 100 € que ponían en su cartilla para que pudiera llegar a fin de mes. 
No importa, qué más da, pensó mientras volvía a entrar en el salón de casa y encendía la televisión para ver el noticiario. El noticiario en realidad no empezaba hasta 3 horas más tarde, pero daba igual. Saturnino se tragaba todos los programas que lo precedían, mientras seguía viviendo su vida paralela, pensando en historias que fueron y que no fueron, unas tristes, unas alegres, que lo tenían entretenido, daba igual si eran producto de su imaginación o de su recuerdo. 
Al llegar la hora del noticiario, Saturnino, como siempre le pasaba, se había quedado dormido en el sofá. Y soñaba con sus historias, ahora historias oníricas, en las que la realidad y la imaginación se entremezclan para dar una nueva dimensión a nuestras vidas. Y así, como siempre, Saturnino se dispone a enlazar el día con la noche, la noche con el día, y seguir viviendo su vida de fantasía, de realidad, de sueños.

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