Día 47

Carla estaba disfrutando de un bonito día de sol en el jardín. Era una mañana de primavera, una primavera muy loca, con días muy buenos y días podridos. Esta era una de esas mañanas en las que daba gusto salir y disfrutar del jardín¿Qué sentido tenía vivir en el campo, a una hora de Madrid, si había que estar encerrada en casa? Echada sobre la tumbona en bañador, disfrutando un cigarro y un refresco, todo se prestaba para una deliciosa jornada. 
Unos pájaros cantaban en una rama del árbol que dominaba el jardín. Le gustaba escuchar los pájaros, pero prefería no dirigir su mirada hacia ellos, porque entonces vería la jardinera repleta de tierra. Esa jardinera que le había dicho un millón de veces a Ernesto, su marido, que había que hacer algo con ella. O se plantaban flores, o se vaciaba de tierra y se quitaba del medio del jardín. 
Antes siempre tenían flores plantadas, no sólo en la jardinera sino alrededor del jardín. Pero se cansaron de reemplazarlas cada primavera. Los inviernos eran demasiado duros para que aguantaran. lo que no iban a hacer era estar guardándolas en un invernadero cada año para preservarlas. No eran caras, y era mucho más fácil simplemente reemplazarlas cada año. Hasta que se cansaron de hacerlo. 
Realmente, quien se cansó de hacerlo fue Ernesto. El jardín siempre había sido cosa suya. Carla se ocupaba más de los asuntos de dentro de la casa, incluida la cocina, y dejaba a su marido las labores de jardinería y bricolaje. Todo muy previsible, pero era lo que había. Ernesto disfrutaba acometiendo todas las pequeñas reformas y reparaciones que hubiera que hacer en la casa. Tampoco le importaba podar los setos y cuidar del jardín en general. Pero las cosas de pequeña jardinería, como las llamaba él, se le hacían mucha bola. 
En realidad, Carla no sabía muy bien por qué Ernesto se empeñaba en llamar a eso una jardinera. Para ella, una jardinera era relativamente pequeña; lo justo para poner unas poquitas flores. Lo de su jardín iba más alláSe trataba de una pequeña construcción, de la altura de una jardinera, eso sí, de aproximadamente dos metros cuadrados de superficie, que comía mucho terreno del jardín. Bien utilizada, lo embellecía. Abandonada como estaba, suponía una herida abierta. 
No era sin embargo la jardinera en sí, o lo que quiera que fuera eso, lo que más molestaba a Carla. Lo que realmente le fastidiaba era la tierra. Esa tierra amontonada en la jardinera y sin ningún uso. Además, cada invierno se llenaba de hierbajos que Ernesto quitaba, para no escucharla ladrar, como decía él. Sí, un día quitaría esa tierra, y así se evitaría el tener que ocuparse de los hierbajos cada primavera. Pero es que le daba una pereza... 
Tenía tanta manía Carla a la tierra de la jardinera, que a veces hasta soñaba con ella. Podría jurar hasta que en alguna ocasión había tenido pesadillas en las que después de un día de lluvia, la tierra se enfangaba y ella se quedaba atrapada, hundiéndose poco a poco, como si se tratara de arenas movedizas. Y esa pesadilla le volvía a la cabeza cada vez que salía al jardín y veía la jardinera. Por eso, como ahora, prefería apartarla de su vista. 
Estaba siendo, en cualquier caso, una mañana perfecta. Con los cascos puestos, Carla escuchaba su emisora de radio favorita. Le encantaba escuchar reggaetón. Decían sus amistades, por no hablar de Ernesto, que ya era mayorcita para ese tipo de música. Pero era justo lo que ella necesitaba; era el contrapunto a su vida de cuarentona aburguesada. 
No iba a poder aguantar mucho más al sol, pensó Carla. Apretaba bastante para un día de primavera, y le daba miedo quemarse. Aguantaría quince o veinte minutos más y se pondría a la sombra, se dijo, mientras se atusaba su frondosa melena, esa melena rubia de la que tan orgullosa estaba, y que era la envidia de todas sus amigas. Además, contrastaba con la frondosa calva de su marido. 
Al estirarse el pelo con la mano, constató que había unos pocos cabellos más largos que el resto. Como hacía en esos casos, a pesar de las broncas que le echaba Ernesto cuando la veía hacerlo, cogió el mechero y las quemó. Además, como no estaba su marido ahí, no tenía que hacerlo a escondidas. Esta vez, sin embargo, algo salió mal. No supo ni cómo ni por qué. El caso es que la llama de esos pocos cabellos se descontroló y empezó arder su preciosa melena. Por más que gritaba, Ernesto no la oía. El fuego amenazaba con extenderse por toda su cabeza. No había tiempo, y justo esa mañana habían cortado el agua para unas obras de acometida. lo había una opción. Carla se precipitó sobre la jardinera, su gran enemiga hasta ese día, y restregó su cabeza con furia contra la tierra, al tiempo que con las manos se echaba puñados de esa misma tierra. Ese día, Carla y la jardinera firmaron las paces.

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