Día 72

Celia yacía, moribunda, en una cama del hospital La Paz, en Madrid. Los médicos la habían desahuciado. Moriría en pocas horas, un día a lo sumo. Reinaldo, su marido, le sujetaba la mano izquierda, tratando de transmitirle fuerza y esperanza. Pero ella no sentía nada. Reinaldo estaba desesperado. Celia lo era todo para él; era su vida, su razón de ser. Habían luchado desde el principio para superar el obstáculo de la diferencia de edad estar juntos. Y lo estuvieron; 20 años, casi. Pero aquí iba a acabar la historia; una historia de amor como pocas otras pero que acabaría, como tantas veces, con la muerte del artista. Bueno, de la artista, en esta ocasión, porque Celia era artista, pintora para más señas; una pintora que había llenado de color la vida de Reinaldo, y que ahora se le iba, se le iba... 
Un melanoma. Parecía que estaba más o menos controlado, pero al final se desbocó, y ya no había nada que hacer. Seis meses luchando contra la enfermedad. No había sido mucho tiempo; de hecho, se podía considerar que había sido bastante agresiva. Hacía siete meses, Celia estaba tan normal, y ahora se encontraba a las puertas de la muerte. Reinaldo no dejaba de darle vueltas. Vida, perra vida. Un día parece que te lo está dando todo, y al día siguiente te lo quita. Las lágrimas fluían por sus mejillas y caían como torrentes sobre las manos entrelazadas de los amantes. Tenía que hacerse a la idea. La suerte estaba echada. 
A Reynaldo, en realidad, no era solamente la muerte de Celia lo que lo atormentaba. Lo que verdaderamente lo tenía consumido era el pensar en la posible causa de esa muerte. Y no, no se refería al melanoma, el maldito melanoma. Se refería a la posibilidad de que todo esto fuera consecuencia, terrible consecuencia, de algo que había sucedido hacía poco más de veinte años. ¿O no había sucedido? Eso era lo peor, que Reinaldo no estaba seguro, y no sabía qué grado de culpa tenía él. Pero todo apuntaba a que se había cumplido la maldición. Y la culpa era suya. 
Reinaldo no era, normalmente, muy bebedor, pero llevaba un par de meses dándole a la botella a base de bien. Daba igual que fuera whiskey, tequila, lo que cayera. Se había enamorado de Celia, una pintora veinte años más joven que él. Reynaldo tenía en ese momento 45 años. Se habían conocido en casa de su amigo Francisco. Habían conectado de maravilla. El quedó prendado al instante. Ella también mostraba mucho interés, pero, claro, veinte años de diferencia eran muchos, y a ella se le notaba que no estaba dispuesta a liarse con alguien que podría ser su padre. 
En una de las borracheras a las que se entregaba para olvidar sus desamores, Reinaldo se encontró una noche, no supo muy bien ni cómo ni por qué, en el Parque del Retiro. No quedaba nadie ya. Él se había quedado dormido detrás de un parterre, así que cuando la guardia del parque hizo el recorrido de cierre, la presencia de Reinaldo escapó a su atención. Al ponerse en pie, vio la fuente. La Fuente del Ángel Caído. Única representación escultórica del diablo como Azrael en todo el mundo. Reinaldo había oído que había alguna que otra escultura dedicada al demonio. Una en Roma, creía, que había causado bastante controversia. Pero del diablo cómo ángel caído, la del Parque del Retiro era única. Y ahora estaba frente a él. 
No pudo evitar que le vinieran a la cabeza clásicos literarios de pactos con el diablo: Fausto, Don Juan... Lentamente, se acercó a la fuente. Ahí se quedó un buen rato, mirando al diablo, desafiante. ¿Sería verdaderamente posible hacer un pacto con el diablo? En su estado, medio de embriaguez medio de resaca, se dejó llevar por la tentación: Si haces que Celia sea mi pareja, yo haré lo que tú me pidas; estaré dispuesto a aceptar cualquier condición. Por supuesto, el diablo no le respondió, así que Reinaldo se sentó, apoyado en la fuente, y se volvió a quedar dormido. Un pacto con el diablo, qué tontería. 
Tras tres o cuatro horas de agitado sueño, Reinaldo volvió a despertarse. Los primeros rayos de sol de la mañana le estaban dando de pleno en la cara. Lo primero que le vino a la cabeza fue la conversación que creía haber tenido con el diablo. Recordaba muy bien la propuesta que hizo él, y luego quedarse dormido. Pero estaba casi seguro de que el diablo le había respondido en sus sueños. Le había dicho: ‘De acuerdo, puedes tener a Celia. Pero por cada mes que pases con ella, su vida se acortará en la misma cantidad de tiempo. Y no solo pagarás con la pena de verla morir joven; el día que ella muera, quiero que me entregues tu vida, también. Aunque eso te resultará fácil, una vez que la pierdas a ella’. 
Era todo una locura, pero le parecía tan real, que Reinaldo nunca se lo pudo quitar de la cabeza. Sobre todo, desde que, cosa de un mes después, Celia lo llamó para invitarlo a una fiesta que celebraba en su estudio. Esa noche comenzó su relación. Una relación perfecta, decían todos sus amigos. Celia le hacía sentirse joven, y él a cambio aportaba la experiencia, la serenidad que ella necesitaba, contrapunto perfecto a su vida desordenada de artista. Todo perfecto, efectivamente, si no fuera por la losa que para Reinaldo suponía la incertidumbre de aquella conversación con el diablo. Con frecuencia se decía que eran tonterías, alucinaciones de su breve episodio de borracho. Pero es que todo había resultado tan fácil desde aquella noche... 
Ni que decir tiene que los temores de Reinaldo aumentaron exponencialmente cuando detectaron el melanoma. Se pasaba el día echando cuentas. Si hice el pacto hace veinte años, eso quiere decir que Celia habría vivido normalmente hasta los 65 y el diablo le ha quitado veinte por los veinte que llevamos juntos. Además, Celia iba a morir con 45 años, exactamente los mismos que tenía Reinaldo aquella fatídica noche. Eso no quería decir nada en sí, pero él ya le buscaba una interpretación a cualquier mínimo detalle. La temprana e inminente muerte de Celia era para Reinaldo la prueba fehaciente de que aquel pacto había existido. ¿Cómo podía haber sido tan egoísta? Por satisfacer sus deseos, había cercenado la vida de su amada. 
Ante la certeza de su perfidia, Reynaldo había tomado una decisión: Cumpliría con la segunda parte de su pacto con el diablo. Esa misma noche, la última que pasaría con Celia, tumbado en el sillón reclinable de la habitación, Reinaldo sacó de su bolsillo el cúter que había traído de casa por la mañana y rasgó las venas todo a lo largo de ambos antebrazos. La enfermera del turno de mañana se lo encontró desangrado; ya no había nada que hacer. Sin embargo, y ante la sorpresa de la propia enfermera, Celia estaba despierta y lúcida. Pocas semanas después, los médicos pudieron certificar sin ninguna duda que el melanoma había remitido. Un milagro de la medicina. En menos de un mes, le dieron el alta. Nunca más volvió a casarse. Reynaldo había sido el amor de su vida. Siguió soltera y sin pareja hasta el día de su muerte, acaecida a los 65 años de edad, de un infarto, mientras se encontraba en el Parque del Retiro, pintando un lienzo de la famosa Fuente del Ángel Caído.

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