Día 70

Cuatro días para comenzar los exámenes y tanto por hacer, todavía. Ramiro miraba la pantalla del ordenador, tratando de meter mano a la aplicación de creación de exámenes en línea. Era profesor de alemán en un instituto de secundaria en Fuenlabrada, cerca de su casa. Llevaba toda la cuarentena provocada por el coronavirus dando clases a distancia, con el trabajo adicional, sobre todo de preparación de material, que ello conllevaba. Ahora tocaba preparar los exámenes. Había que hacerlo todo en línea, también. Le habían dicho que la plataforma era muy fácil de usar. Si eso era verdad, entonces él era tonto. 
Una cosa era el multitasking y otra los juegos de malabares que tenía que hacer Ramiro, como tantos otros profesores. Alternaba la preparación de los exámenes con la descarga e instalación de un certificado electrónico que necesitaría para poder firmar las actas de sus alumnos de manera digital cuando llegara el momento. Desde la dirección del departamento, les habían dado hasta el día siguiente para tener el certificado descargado y a punto, para que no les pillara el toro a última hora. 
Al lado de las que estaba pasando para instalarse el certificado, lo de los exámenes en línea era un juego de niños. Dos días enteros llevaba siguiendo todos los pasos que indicaba el tutorial enviado desde dirección. Siete veces había llamado al centro de ayuda al usuario, y ahí seguía, atascado en el mismo paso que siempre. El sistema no le reconocía como usuario del certificado electrónico. Cada vez que la desesperación amenazaba con hacerle tirar el ordenador por la ventana, cambiaba de tercio y volvía a la preparación de exámenes en línea. 
Ramiro resoplaba. No se atrevía ni a abrir el correo electrónico. Seguro que en la última hora le habrían entrado más de veinte nuevos mensajes, la mitad de ellos con nuevas instrucciones sobre cómo descargarse los certificados y cómo hacer los exámenes, y como vivir su vida de profesor virtual sin morir en el intento... Efectivamente, el correo era una fuente de estrés. Lo sentía echar humo mientras él se dedicaba a las tareas más urgentes. ¿Por qué tenía que ser siempre todo para antes de ayer? Él era profesor, no un superhombre. 
Elisa, su hija pequeña, entró en la habitación que Ramiro usaba como despacho y aula virtual improvisada. 'Papá, hay una cosa de los deberes del cole que no sé cómo subir a la plataforma, ¿me puedes ayudar?' '¡Ay hija mía!, respondió Ramiro, ¿tiene que ser ahora mismo?' 'Bueno, papá vale ya le pregunto a mamá'. Ramiro pensó: 'Ya tengo bronca asegurada'. Elisa salió de la habitación y Ramiro continúo con su lucha desesperada contra los elementos, a lo que ahora se le añadía un sentimiento de culpa por no haber ayudado a su hija. 
Nada más quedarse de nuevo solo en la habitación, recordó que en 10 minutos empezaba un seminario en línea sobre docencia virtual, al que se había apuntado. Lo había hecho no solamente por lo que pudiera aprender, sin duda muy útil, sino también porque en el instituto estaban continuamente presionandolos con la necesidad de reciclarse y apuntarse a cursos de formación continua. Cruzaba los dedos para que la conexión fuera fácil. El seminario al que había asistido la semana anterior había sido un calvario tecnológico. Ponentes que se desconectaban, el chat que no funcionaba... Al final consiguieron salvarlo, pero hubo momentos en los que parecía que los organizadores iban a tener que tirar la toalla. 
Todo parecía ir bien con el seminario esta vez. La conexión se realizó sin mayores problemas, aunque era verdad que el sonido iba y venía a veces. Pero eso era algo con lo que Ramiro siempre contaba. Durante sus clases a distancia, siempre había estudiantes que se quejaban de que no habían escuchado algo que había dicho él, o viceversa, él tenía que hacer repetir a algún estudiante algo que había dicho porque no se había oído con claridad. En cualquier caso, su intención era permanecer conectado, pero sin hacer demasiado caso. Su prioridad en ese instante era sacar adelante las tareas que tenía pendientes. El seminario, en esta ocasión, no tenía mayor interés para él que la obtención del certificado de aprovechamiento. 
Eran las dos de la tarde cuando Natalia, su mujer, entró en la habitación. Ramiro, vamos a comer, ¿vienes o qué?Éste se excusó, con cara de circunstancias. Chiqui, mira cómo estoy. El seminario este aún no ha acabado; yo sigo empantanado con esto, y no veo la manera de terminarlo. Luego, si eso, pico algo que haya sobrado. No os preocupéis por mí. Lo siento, cariño. Natalia salió y cerró la puerta. ¿Era la imaginación de Ramiro, o su mujer había cerrado de forma un poco más violenta de lo normal? Vaya usted a saber, se dijo; deben de estar hasta los mismísimos de mí’. 
No tenía hambre, en realidad. El estrés tenía todo su sistema sensorial bloqueado. Era una máquina de trabajar; la ansiedad le salía a borbotones por las orejas; su mirada podría perfectamente perforar la pantalla del ordenador. Al menos, había sido capaz de mantener el correo electrónico a raya mientras seguía el seminario, que estaba a punto de acabar. Tenía que haberlo hecho a las dos, pero se había prolongado por culpa de los problemas tecnológicos. Cuando Ramiro se quiso dar cuenta, había pasado casi toda la tarde, incluyendo un rechazo por su parte a la propuesta de su mujer y sus hijas de salir a dar un paseo, ahora que ya se podía. Salieron ellas solas. Los reproches por parte de Natalia a la hora de ir a acostarse estaban servidos. 
A las ocho de la tarde, Ramiro apagó el ordenador y se levantó de la silla. No se lo podía creer, había estado más de 12 horas sin hacer ni siquiera un pis. Esto no podía ser saludable. Su capacidad de concentración ya era nula. Lo único que quería era tumbarse y descansar. Sus hijas estaban en sus respectivas habitaciones. Natalia estaba en la cocina preparando la cena. Se dirigió al salón y se desplomó sobre uno de los sofás. Mientras luchaba contra las ganas de tomarse un Lexatin, en su cabeza se repetía la cantinela que tantas y tantas veces le tocaba escuchar: '¡Desde luego, hay que ver qué bien vivís los profesores!'

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