Día 69

Clive Burlington vio caer a un hombre de mediana edad, víctima de un tiro en la sien. El hombre se disponía a entrar en su coche, aparcado en una ajetreada calle del barrio de Reunion, en el centro de Dallas, Texas.  En el momento de abrir la puerta, se desplomó como un saco de patatas; fue un disparo seco, sin apenas ruido. De la cabeza del hombre, tirado en el suelo, manaba la sangre a borbotones. No cabía duda de que estaba muerto. La gente que se encontraba cerca de él, al principio se quedó parada, sin reaccionar. Fue una reacción inicial de sorpresa. A esta le seguiría el miedo. 
Un disparo, no cabía duda. Y el asesino no parecía encontrarse en las inmediaciones. Sin duda, estaba escondido. Muchos optaron por tirarse al suelo; otros, por salir corriendo, y algunos otros, por meterse en las tiendas y cafés más cercanos. Clive miraba a su alrededor. No veía a nadie. Estaba muy expuesto, ¿podría ser él la siguiente víctima? Por si acaso, se tiró al suelo. Mejor esperar un rato a que pasara el peligro. No tenía ninguna prisa. 
A lo lejos, podía divisar la torre del mismo nombre que el barrio en el que se encontraba, Reunion. La torre dominaba esa parte de la ciudad, empequeñeciendo a los hoteles circundantes. Pensó que le gustaría estar en ese momento en lo más alto de la torre, alejado de cualquier peligro. Parece mentira, un día cualquiera, en un barrio comercial como el de Reunion, y puede ocurrir una desgracia como ésta; un pobre hombre, al abrir el coche se encuentra con un tiro en la cabeza. 
Rápidamente, llegaron los primeros coches de policía. Justo después, llegó una ambulancia. Estaba claro, en cualquier caso, que no se podría hacer nada por salvar a la víctima. Policías y sanitarios actuaban con cautela. Seguía sin saberse dónde estaba el autor del crimen. Se desconocía si volvería a golpear, por lo que cualquier precaución era poca. Paulatinamente, se fue desplegando un dispositivo policial por diversas partes de esa manzana y las adyacentes. A los que estaban tumbados o agachados por ahí, se les ordenó que se metieran en los locales más cercanos. Se prohibió a nadie salir de éstos. 
El segundo disparo fue igual de certero que el primero. El objetivo fue en esta ocasión un policía. Se llamaba John Hancock, como el famoso rascacielos de Chicago, y había estado a punto de no ir a trabajar ese día; se había levantado con jaquecas, y su mujer le decía que un policía con jaquecas no sirve para nada, que se quedara en casa. Pero John, siempre con un alto sentido de la obligación, se tomó un par de ibuprofenos y se fue al trabajo. Había tomado la decisión equivocada. Además de su mujer, dejaba dos preciosas hijas de ocho y seis años. 
No cabía duda ya de que se trataba de un francotirador. John Hancock yacía sobre el asfalto con la cabeza reventada. Un francotirador en Dallas; más de uno no pudo evitar retrotraerse hasta 1963, año en que Lee Harvey Oswald acabó con la vida de John F. Kennedy desde la ventana de un repositorio de libros escolares, precisamente en Dallas. Clive seguía agachado, escondido; estaba casi seguro de que estaba bien protegido, pero en una situación así nunca se podía decir. El sudor comenzaba a bajarle por el cuello, y pronto se juntaría con el que ya empapaba su espalda. El termómetro de un hotel colindante marcaba 90 grados Fahrenheit. No estaba mal para Dallas en verano, pero la sensación al sol era de mucho más calor. Y la situación, claro, no ayudaba. 
Todo el tráfico era desviado hacía otras calles. Los conductores no entendían qué estaba pasando. Una mujer bajó de un pick up, gritando que tenían que dejarla pasar, que vivía allí y sus hijas estaban en casa. No le dio tiempo a desarrollar su argumento. Notó que se le cortaba la respiración e, instintivamente, se echó la mano al cuello, de donde manaba abundante sangre. Era la tercera víctima del francotirador en menos de 20 minutos. Clive miraba con asombro lo que estaba pasando. Nunca imaginó poderse encontrar en medio de una situación como ésta. Como en las películas. Como en las noticias. Efectivamente, como tantas veces había escuchado, la realidad no tenía que tenerle ninguna envidia a la ficción. 
Era una situación de máxima alerta. Los policías se parapetaban como podían, mientras protegían a los sanitarios que trataban de hacer lo imposible. El comisario Joe Lee miraba hacia arriba a su alrededor. Ese mal nacido tenía que estar escondido en lo alto de alguno de esos edificios. Todo apuntaba a que tenía que ser en un edificio de la acera oeste de la calle. Los tres disparos parecían provenir de aquella dirección. Lee había vivido muchas situaciones extremas en su ya larga carrera profesional, pero era la primera vez que se enfrentaba a un francotirador, una de las peores pesadillas para cualquier policía. 
No se oía un ruido en la calle. Con la gente escondida en los edificios y las fuerzas de policía en modo sigiloso, el barrio de Reunion parecía un cementerio. Las ambulancias ya se habían llevado los tres cuerpos. Por un momento pareció que podrían hacer algo por salvar la vida de la mujer, pero no fue así. Murió antes de que arrancara la ambulancia. Tras partir esta última ambulancia, la calle se quedó definitivamente desierta. Todos los agentes de policía se pusieron a buen recaudo. El francotirador no tenía, en principio, nadie más a quien disparar. 
A Clive no le había dado tiempo de esconderse. El tiroteo lo había pillado lejos de la puerta de cualquier local. Se hallaba en una situación desventajosa. Si estaba en línea de tiro, podría ser la próxima víctima. Se dijo que ya no podía seguir escondido. Se arriesgaría, saldría corriendo. Si encontraba cobijo rápido, estaría fuera de peligro. Se giró, y, como un resorte, inició la carrera. En ese instante, un disparo en la nuca sesgó su vida. Clive Burlington, interno escapado del hospital psiquiátrico Dallas Behavioral Healthcare, donde llevaba meses siendo tratado de un caso agudo de personalidad escindida, acababa de ser abatido por la Unidad Especial de Snipers de la Policía de Dallas.

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