Día 63

Cada 15 de mayo se celebra en Madrid el día de San Isidro. Bueno, en Madrid y en otras partes del mundo donde madrileños que por avatares de la vida no pueden estar en su querida ciudad rememoran al santo y se montan su celebración particular. San Isidro Labrador, al igual que su esposa, Santa María de la Cabeza, están muy presentes en las vidas de estos madrileños desplazados. Las tradiciones no saben de fronteras, y es gracias a ellas que muchos que se encuentran lejos de sus lugares de origen pueden seguir adelante con sus vidas a miles de kilómetros de distancia. 
Uno de estos casos es el de Miguel Ángel y Victoria, dos madrileños del barrio de Lavapiés, nada menos. Vamos, castizos hasta la médula. Llevan 45 años viviendo en Tokio. A mitad de los años 70, justo tras la muerte de Franco y en medio de una crisis económica galopante, Miguel Ángel se quedó sin trabajo. Surgió una muy buena oportunidad en Tokio. Un antiguo compañero le informo de que hacían falta operarios de salas de máquinas en la compañía de trenes de Japón, con base en la capital nipona. Con dos hijos pequeños, y sin una perspectiva inminente de trabajo para poder alimentarlos, Miguel Ángel y Victoria se liaron la manta a la cabeza y se fueron con sus hijos al país del antiguo Imperio del Sol Naciente. 
Allí, en Japón, la vida los ha tratado siempre muy bien, hasta tal punto que ahí siguen. Miguel Ángel trabajo durante 35 años para la compañía de trenes, jubilándose hace 10 años con una pensión más que decente. Victoria dedicó todo ese tiempo a criar a sus hijos y acompañar a su marido en lo que ambos han considerado siempre una vida feliz. Lejos de casa, pero feliz. Con viajes cada dos o tres años a la Madre Patria y múltiples visitas de familiares y amigos de España a los que siempre han acogido con los brazos abiertos y les han hecho mucho más fácil su vida en Japón. 
Ricardo y Ana, sus hijos, dejaron Tokio hace tiempo. El primero se echó una novia en Okinawa, la isla de pescadores al sur del archipiélago, donde ha vivido siempre una vida muy bohemia y, sobre todo, muy sana. Espera llegar a ser centenario, como tantos y tantos de los habitantes de esa isla. Ana, por su parte, se casó con un comerciante de Nagano, a unas tres horas de Tokio por carretera. Van a verla con relativa frecuencia, sobre todo desde que se jubiló Miguel Ángel. Sus nietos hispano-japoneses llenan sus vidas de felicidad. 
El caso es que hoy es San Isidro. Ricardo, al que no ven más que dos o tres veces al año, está allí abajo, en su isla, entregado a la vida retirada. Ana y los niños están en su ciudad, dedicándose a los quehaceres diarios. Victoria y Miguel Ángel, como cada año en esta señalada fecha, se disponen a entregarse a la celebración de su santo patrón. Llevan ya varios días con los preparativos, y hoy parece que está ya todo en orden. Los vestidos limpios y planchados; el viejo radiocasete donde cada año hacen sonar la música típica de la feria, chotis incluido, está encima de la mesa, con pilas recién puestas. El matrimonio de chulapos se acicala con esmero. 
No se olvidan ni el más mínimo detalle. Victoria incluso hace unos barquillos, para poder tomarlos, junto con la limonada que está también preparando, durante la celebración y compartirlos con aquellos que se les acerquen. Eso será en aproximadamente una hora, cuando ya tengan todo listo, hayan salido de casa y llegado a Koishikawa Korakuen, el precioso parque que se encuentra a 20 minutos a pie de su casa, en el barrio de Bunkyo. Prácticamente todas las semanas acuden a pasear por él, y, desde luego, nunca faltan a su cita anual en el día de San Isidro. 
Tras terminar los preparativos, Victoria y Miguel Ángel caminan ya en dirección al parque. Es una suerte tenerlo tan cerca; esto les facilita el transporte de su carga, que, sin ser muchísima, sí que sería un engorro tener que llevarla en transporte público. Miguel Ángel tira del carrito que compraron ya hace varios años para poder transportar la limonada, la comida, y el radiocasete. Ambos van vestidos de chulapos, atrayendo las miradas de los viandantes, algunos de los cuales ya los conocen de otros años y los saludan con jolgorio. 
En el parque, se dirigen a la misma explanada que en los últimos cuarenta y cinco años. Allí desparraman su mercancía a su alrededor, colocando el radiocasete, el elemento más importante de todos, encima del carro ya vacío. Victoria se repasa el maquillaje con la ayuda de un espejito, mientras Miguel Ángel se estira bien la chaqueta, agarrándola por las solapas. Ambos lucen respectivos claveles de intenso color rojo, él en el ojal de la chaqueta, ella en el pelo. Miguel Ángel aprieta el botón de play del radiocasete y la música verbenera comienza, inundando la explanada. 
Nada más empezar la música, la feliz pareja se agarra y se entregan a bailar las típicas melodías madrileñas. El baile surte el mismo efecto cada año. Ambos se emocionan, y no pueden evitar derramar alguna lagrimita mientras bailan. También como cada año, empiezan a acercarse bastantes personas, atraídas en un principio por la música y después por el orgulloso baile de los madrileños. Poco a poco, Koishikawa Korakuen se convierte en una sucursal de La Pradera de San Isidro. 
Al cabo de un rato, los bailarines paran y comparten su limonada y barquillos con los espectadores. Varios ya los conocen de otros años y entablan conversación con ellos. Otros se creen que es un espectáculo al aire libre para conseguir algo de dinero. Varias personas se acercan al carro y, respetuosamente, dejan unas monedas al lado del radiocasete. Miguel Ángel y Victoria miran sonrientes. No les hace falta el dinero, pero, cuando todo el mundo se haya ido, cogerán esas monedas y, sin que nadie los vea, las tirarán a un estanque cercano, pidiendo el mismo deseo de siempre: volver el año que viene.

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