Día 59

Casi 60 días de cuarentena; 59, exactamente. Tenía la esperanza hace no mucho de no llegar a esta cifra. Si hubiera estado en otra comunidad autónoma, ya estaríamos en la fase 1, inicio de la desescalada. Madrid, sin embargo, ha sido de las comunidades más afectadas por la pandemia, así que toca esperar al menos otra semana. Otra semana, por lo tanto, de historias de cuarentena. 
Una semana, ésta que nos queda, para la que ya tengo pensadas unas cuantas historias de ficción. Sin embargo, hoy, toca reflexionar, como otras veces, sobre cuestiones relacionadas con el momento en que vivimos. Un momento que inevitablemente nos marcará para siempre, no sólo por las desgracias que lo han jalonado, sino también por la excepcionalidad de las circunstancias en que nos ha tocado vivir. 
Alguien dijo, creo que fue Stalin, que 100 muertos son una tragedia, mientras que un millón de muertos es ya mera estadística. No sé si lo dijo exactamente así, pero esa es la idea. Y es que, incluso en el tema de la muerte, se aplica aquello de que a todo se acostumbra uno. Llega un momento en que nos anestesiamos afectivamente ante la idea de la muerte. Nos acostumbramos a escuchar, o a leer, y aceptar, que 100 muertes en un día es un buen dato. Ya no pensamos en lo que hay detrás de ese dato, en el sufrimiento de tantas gentes. Solo vemos una cifra y la comparamos con las anteriores, peores. 
Recuerdo que, en las primeras semanas del confinamiento, cuando se oían historias de terror sobre la escasez de medios humanos y, sobre todo materiales, en los hospitales, me enteré del fallecimiento de un familiar relativamente lejano. No era excesivamente mayor, setenta y tantos años. Hasta ese momento había gozado de una salud de hierro. Cuando el virus le ataco los pulmones, necesitó un respirador. De haber podido disponer de uno, probablemente se habría salvado, pero le tocó el momento de mayor escasez de recursos, y falleció en poco más de dos días. 
En aquellos días, se hablaba de casos como éste continuamente. Cientos de personas morían por no tener acceso a un respirador. Así que se llegó a ver como algo casi inevitable. Sólo cabía esperar a que el confinamiento diera sus resultados y empezaran a llegar menos pacientes a los hospitales. La muerte de tantas personas había en gran medida dejado de ser una desgracia para convertirse en el contenido del parte diario sobre la pandemia. 
No tuvo tan mala suerte como este pariente mi madre. Ella, mucho mayor, y con una salud bastante más frágil, tuvo la suerte de contraer la enfermedad justo cuando ya estábamos empezando a bajar la curva. Pudo, por lo tanto, ser trasladada a un hospital sin tener que esperar a que hubiera huecos, y esta inmediatez ayudó a que unos pocos días después se encontrara de nuevo en su residencia, muy debilitada pero fuera de peligro. La comparativa entre los dos casos que he mencionado muestra cómo, con el coronavirus, el poder superarlo ha sido en muchos casos una simple cuestión de suerte: contraerlo en un momento u otro de la pandemia. 
Traje antes a colación el asunto de la insensibilización ante la muerte. Me parece un tema sobre el que es digno reflexionar. En nuestra sociedad contemporánea, hasta el ataque del coronavirus por lo menos, nos habíamos olvidado de que la muerte es consustancial a la vida. Todos tenemos que morir algún día. Pero, como los adelantos en la medicina han permitido alargar la vida hasta prácticamente el extremo biológico posible, nos hemos olvidado de la inevitabilidad de la muerte. 
En siglos anteriores, y supongo que sigue siendo el caso en diversas partes del mundo en nuestro tiempo, era muy normal la muerte infantil, por ejemplo. Por eso era importante tener muchos hijos, porque era muy probable que sólo unos pocos llegaran a edad adulta. Supongo que en aquellos tiempos la muerte de un ser joven no se vivía de la misma manera que se vive hoy en día. Causaría dolor, faltaría más, pero seguro que no iba acompañada de esta desesperación, de ese pedirle cuentas a la vida, por parte de los familiares y amigos que en nuestro tiempo acompañan a la muerte de seres humanos considerados todavía jóvenes. 
No he entendido nunca, por ejemplo, el desgarro que acompaña a la muerte de los seres queridos en el contexto de una religión como la católica, en la que yo personalmente me he criado. ¿No se supone que pasamos a una vida mejor? ¿Por qué no nos alegramos de que ese ser que ya no está entre nosotros haya pasado a esa vida mejor? La única explicación que se me ocurre es que en realidad reaccionamos de forma egoísta. No lloramos tanto por el que se va, sino por el hueco que deja en nuestras vidas. 
Así que nos encontramos, por lo tanto, en una situación en la que hemos vuelto a aprender a convivir con la muerte. Ante las miles de muertes acaecidas cada día a causa del coronavirus estamos reaccionando, por así decirlo, a la antigua. De repente nos hemos acordado de que la muerte no es algo anormal, sino que forma parte de la vida. No cabe duda, o al menos eso creo yo, de que, pandemias aparte, la época contemporánea es la mejor de la historia de la humanidad; la vida es mucho más fácil que nunca antes. Esto es lo que nos ha llevado olvidarnos de la muerte, pero también a tenerle miedo. La pandemia que vivimos, por el contrario, nos ha llevado a trivializar la muerte, pero también nos ha recordado, de manera cruel y salvaje, que no somos inmortales.

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