Día 57
Calista vive en Oviedo, en el centro de la ciudad. Esa ciudad que hiciera famosa Clarín con el nombre de Vetusta. Como vetusta es la casa de Calista; un piso situado cerca de la Plaza de Trascorrales, en una de las laberínticas calles de la zona. Una ubicación privilegiada. Demasiado privilegiada, piensa Calista. Por eso, su hijo, su único hijo, sangre de su sangre, aunque no haga honor a la misma, la ha engañado para dejarla sin su propiedad. Calista tiene una semana para salir del piso. El piso donde ha vivido más de 30 años con Ramiro, su marido y padre de su hijo; ese hijo que de su padre no sacó nada más que el nombre, y que ahora la echa de casa.
Un día, con solo 16 años, Ramiro hijo se fue de casa. Las malas compañías, las drogas, habían hecho de él un muchacho imposible. Cuando se fue de casa, sus padres casi respiraron. Desde muy chiquillo les había hecho la vida imposible. Era duro perder un hijo, pero era un alivio librarse de esa pesadilla. Ramiro padre representaba la línea más dura en este asunto. Si era un indeseable, cuanto más lejos estuviera de ellos, mejor. Calista, como cualquier madre, se mostraba más comprensiva para con su hijo. Las drogas eran una enfermedad, al fin y al cabo. Pero claro, si su hijo no cambiaba de vida, tenerlo con ellos sería un suicidio.
Al morir Ramiro padre, ocho años después de que su hijo dejara la casa paterna, éste apareció en el cementerio el día del entierro. Calista no podía describir lo que sentía en ese momento. Una mezcla entre el profundo dolor de estar enterrando al amor de su vida, y la inmensa alegría de, tantos años después, ver al otro gran amor de su vida, su hijo, quien además tenía muy buen aspecto. ¿Se habría curado?
Resultó que sí se había curado, pero también se había convertido en un caradura a quien no le importaban ni el difunto de su padre ni su afligida madre. Había vuelto a ver qué pescaba. Y tenía una idea muy clara; su madre siempre había sido bastante descuidada para los asuntos de gestión. Dicho y hecho, una vez se hubo ganado su confianza, le hizo firmar unos papeles que en principio eran para que él pudiera ser su heredero cuando ella falleciera, etcétera. En realidad, Calista estaba cediendo la propiedad de su vivienda.
El caso es que hoy, a una semana de tener que dejar el piso, Calista tiene ganas de hacer algo que casi nunca antes ha hecho en su vida. Parece mentira para una asturiana, pero se pueden contar con los dedos de una mano las veces que ha estado en la playa. Su Ramiro odiaba la playa, decía siempre que era un lugar para gente ociosa, que no tenía nada mejor que hacer. Y las incomodidades de la arena, y de la sal. Y la de gente que moría en el mar cada año. La playa no era para ellos. Cuando iban de vacaciones, lo hacían al campo, o a la montaña, casi siempre en Asturias. Ramiro siempre decía que no hay verde como el de Asturias. Y desde que la Diputación de Turismo se sacó aquello de ‘Asturias paraíso natural’, ya no hubo quién lo hiciera abandonar su provincia.
No es capaz Calista de recordar cuándo fue la última vez que estuvo en la playa. ¿diez, quince años? Por supuesto, no tiene bañador. Pero tampoco tiene ningún interés especial en bañarse; sólo necesita ver el mar. Respirar la brisa que viene desde vaya usted a saber dónde. Y caminar, caminar sobre la arena. Guarda bonitos recuerdos de cuando iba con sus padres de pequeña a la playa de Gijón. El cosquilleo de los granos de arena entre los dedos de los pies.
Tiene ganas hoy, sin embargo, de algo más recogido. La playa de Gijón se ha convertido en un lugar demasiado turístico. Demasiada gente. Ella necesita algo más tranquilo. Ha oído que en Quintana hay una cala semiescondida, a la que se accede andando por un caminito de tierra y cruzando un prado. Sí, le apetece ir allí. Necesita olvidar sus desdichas, y, sobre todo, necesita pensar qué hacer dentro de una semana. El bloqueo mental provocado por el disgusto de lo que le ha pasado le ha impedido hasta ahora afrontar su futuro.
En unas dos horas se ha presentado en Quintana. El autobús ha parado en muchos sitios de camino, lo que ha hecho el viaje más largo de lo que ella creía. No le importa, no tiene prisa. El caso es que ya está en Quintana. Una lugareña le indica dónde se encuentra el sendero que ha de tomar para ir a la cala. Es un camino tranquilo, a través de un par de aldeas, seguido, a continuación, de una zona de cultivo. En al extremo de ésta, de camino al último tramo que la ha de llevar a la cala, se encuentra aparcada una roulotte.
Nada más acercarse a la zona donde está la roulotte, oye una voz que la saluda afablemente. Calista, siempre muy educada, devuelve el saludo. Se trata de una mujer de aproximadamente la misma edad que Calista. Siendo de una generación en la que es normal entablar conversación con extraños, las dos mujeres se entregan a dicha actividad. A ellas se unen el marido y el cuñado de su nueva conocida. Los tres habitantes de la roulotte le parecen a Calista realmente agradables. Hasta tal punto que se sienta con ellos alrededor de la mesa de camping en la que estaban tomando un aperitivo.
Al final de la tarde, Calista sigue con sus nuevos amigos. Han bajado juntos a la cala; han metido los pies en el agua; qué reconfortante sensación. Ella les ha contado su vida, lo que le ha pasado con su hijo. Ellos le han contado a Calista la vida que llevan. Aparcan su roulotte donde encuentran un paraje que les resulta atractivo y se quedan allí hasta que se cansan y se van a otro sitio. Todos viven de sus pensiones de jubilación. No tienen obligaciones, y adoran esta libertad. En el autobús de vuelta a Oviedo, a la mañana siguiente, Calista reflexiona sobre el nuevo hogar que ha encontrado, y sobre la perspectiva de un posible nuevo amor.
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