Día 56
Como cada mañana, Flora espera al autobús que habrá de llevarla desde el pueblo donde vive, Cardona, a 50 km de Barcelona, hasta la Ciudad Condal. Se retiró hace cuatro meses, pero ella sigue haciendo su trayecto de ida y vuelta como lo hacía cuando trabajaba. Autobús de las siete menos cuarto de la mañana, que la deja en la ciudad entre las siete y media y las ocho menos cuarto, dependiendo del tráfico, y por la tarde, de vuelta en el autobús de las cinco y media para estar de vuelta en casa algo después de las seis y media.
Una diferencia importante es que, hasta hace cuatro meses, pasaba las nueve y pico horas entre trayecto y trayecto trabajando de comadrona en el hospital Sant Joan de Déu, mientras que ahora pasa todo ese tiempo paseando por la ciudad, visitando museos, tomando café y entregada a tareas de ocio diversas. Pero, ante todo, paseos, muchos paseos. En estos cuatro meses se habrá recorrido la ciudad de norte a sur y de este a oeste tres o cuatro veces, por lo menos. Su lugar favorito, por tópico que pueda parecer, Las Ramblas.
A veces, sobre todo si llueve, se pasa el día montada en autobuses. Trayectos desde la cabecera hasta la terminal, y vuelta para atrás. y después de eso, otro autobús. A veces se anima también con el metro, aunque le parece más monótono. Prefiere poder admirar la belleza de la ciudad, esa ciudad que la acogió de pequeña cuando ella y sus padres emigraron desde Extremadura, y a la que siente como suya, aunque en realidad nunca haya vivido allí sino en las afueras. Pero toda una vida de estudios y de trabajo en la misma ciudad se nota, vaya que sí se nota.
Resulta difícil, después de una vida dedicada a asistir a los demás, en concreto a las parturientas, dejar de sentirse útil. Esto es lo que ha llevado a Flora a seguir viajando cada día hasta la ciudad. Seguro que un día, en algún trayecto, ya sea entre Cardona y Barcelona o dentro de la propia ciudad, surgirá la oportunidad de ayudar a alguien. Siempre habrá un hombre al que le dé un infarto en la calle, o un mareo en el metro. Cuánta gente no se torcerá tobillos andando por la calle, y necesitará alguien, entendido, que le pueda prestar los primeros auxilios para salir del paso, nunca mejor dicho.
El Santo Grial de Flora es, como cabe imaginar, poder asistir en un parto súbito que se presente en el lugar menos esperado: un vagón de metro, en medio de la calle, dentro de un autobús, o, lo que le parece más romántico a Flora, en un parque, con los pajaritos cantando mientras ella juega su soñado papel de heroína. Y es que, después de tantos años siendo considerada una semidiosa por tanta gente, el perder esa condición de la noche a la mañana resulta duro, muy duro.
Numerosas veces se ha imaginado la escena. Un matrimonio desesperado, sin saber qué hacer, porque ella ha roto aguas en medio de un parque y el bebé está a punto de salir, sin tiempo de que llegue una ambulancia. Y Flora apareciendo de la nada, con su bolso repleto del material necesario, que ya se asegura ella siempre de que así sea antes de salir de casa. Flora dirigiendo las operaciones, dando órdenes. ‘Que no se ponga nadie nervioso, todo va a salir bien’. Trayendo al bebé con éxito al mundo y, como colofón, el aplauso de las decenas de curiosos que se han acercado a ver lo que pasaba y han asistido atónitos a la diligencia y el buen hacer de esta matrona aparecida de la nada.
Tiene esta fantasía tan grabada en la mente, que a veces duda si no habrá ocurrido de verdad. Pero no, por desgracia todavía no ha podido realizar su sueño salvador. A veces se acerca a su antiguo lugar de trabajo, a ver si hay suerte y le dicen que ha faltado alguien ese día y necesitan urgentemente ayuda en el paritorio. Pero no, eso nunca pasa. Todos se alegran mucho de su visita, algunas de sus antiguas compañeras se toman un café con ella, y la hacen sentirse querida. Pero sentirse una jubilada querida no es lo que necesita Flora; ella necesita esa sensación de adrenalina de la acción al límite, y la recompensa, el agradecimiento que viene después.
Entre paseo y paseo, Flora se sienta a veces en un banco, donde saca del bolso un bocadillo y la botella de agua que ha traído de casa, y toma una frugal colación, mientras observa con detenimiento a su alrededor por si se presenta la ocasión de intervenir. Pero no, todo está en calma siempre. Parece que a los barceloneses y a los miles de turistas que visitan la ciudad cada año nunca les pasa nada. La gente va por la ciudad con sus vidas a cuestas, unos serios, otros tristes, otros alegres y contentos. Pero a nadie le pasa nunca nada.
No hay nada que más sobresalte a Flora que escuchar el sonido de una sirena de ambulancia. Se imagina dentro de la misma, asistiendo a un parto prematuro, o a una apendicitis, qué más da. La excitación del directo, la emoción de tomar la mano del paciente y decirle que todo va a ir bien, que no se preocupe. Y es que, en su carrera profesional, todo ha ido siempre relativamente bien. Nunca tuvo la mala fortuna de que una madre muriera en el parto. Y bebés nacidos muertos, los podría contar casi con los dedos de una mano. En casi 40 años de servicio, eso es casi un prodigio.
Al final de sus paseos, de sus visitas, Flora toma siempre el autobús de vuelta pensando en lo mal que se ha dado el día. Otro día en el que sus talentos se han visto desaprovechados. Cada día que pasa, tiene más dudas de que llegue la ocasión de poder asistir a alguien, aunque sea un niño que se ha hecho un rasguño en la rodilla al caerse. Parece que el mundo se ha aliado contra ella. Está claro que la televisión y los periódicos mienten. En la vida cotidiana, nunca pasa nada. Ya no hacen falta héroes.
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