Día 55

Cuatrocientos noventa mil euros en propiedades. Esa es la herencia que le dejó a Amador su tía Mari Trini, la del pueblo. Él sabía que tenía propiedades, y que algo le caería. Lo que no podían ni soñar era que él fuera a ser el único heredero y que las propiedades valieran tanto. Y tampoco es que hubiera hecho gran cosa por ella. Es verdad que la llamaba todas las semanas por teléfono para ver qué tal estaba. Mari Trini era hermana de la madre de Amador, la única que quedaba viva de cinco hermanos. Amador sentía la responsabilidad de estar pendiente de ella, pero como el pueblo quedaba un poco lejos, se conformaba con llamarla, y hacer una, como mucho dos visitas al año. 
Una fortuna, vamos. Vendió la mitad, y la otra mitad de las propiedades las pudo arrendar con relativa facilidad a los agricultores de la zona. Había tierras fértiles, algunas con construcciones que podrían servir de casas de labranza temporales. El caso es que Amador se encontró con un dinero que no esperaba, pero para el que enseguida tuvo unos planes muy definidos. Dejaría su trabajo como encargado de un supermercado, y, a sus 48 años, emprendería estudios de derecho. 
Amador siempre había soñado con ser abogado. No un abogado cualquiera. Un buen abogado para la gente sin recursos. Su plan era hacer la carrera en cinco años, ya eso de los 53, poder establecerse como abogado exclusivamente de oficio. A todos aquellos clientes que no pudieran pagar, no les cobraría. Sería la manera de canalizar sus inclinaciones benefactoras. Definitivamente, era un privilegio no tener que volver a preocuparse por el dinero, al menos no demasiado, el resto de su vida. 
Recibe Amador, abogado de oficio, en su pequeño despacho de la calle Sagasta. En la tercera planta de una casa señorial venida a menos, donde los pisos se han dividido en múltiples oficinas de pequeño tamaño, ocupadas en su mayoría por letrados de baja estrofa. La diferencia entre Amador y el resto de inquilinos de la vetusta finca es que éstos se las ven y se las desean para pagar el alquiler de sus diminutos despachos, mientras que Amador no tiene la menor penuria económica. 
En el ejercicio de su profesión, se ocupa de todo tipo de temas civiles: divorcios, desacuerdos entre partes privadas y comerciales, etcétera. También se atreve con casos penales de poca monta, aquellos que bordean entre lo civil y lo penal. Y, como se tomó sus estudios muy en serio, es un abogado perfectamente preparado y, a pesar de la nimia o inexistente minuta que carga a sus clientes, se puede jactar de tener una tasa de éxito en sus casos muy alta. 
No escatima esfuerzos en defender a sus clientes. A eso de las siete y media de la mañana ya se lo puede encontrar sentado frente a su escritorio estudiando los casos del día. Siempre ha sido de levantarse muy pronto, costumbre que reforzaron los 20 años que pasó trabajando en el supermercado, donde tenía que personarse a las siete de la mañana. Estar en su despacho media hora más tarde de eso, y encima para trabajar en lo que le apasiona, es un regalo de la vida para Amador. 
Tiene la costumbre de trabajar, si no tiene juicio o alguna visita que hacer, hasta aproximadamente las dos de la tarde. A esa hora, baja a tomarse un menú en alguno de los múltiples restaurantes de la zona. No tiene uno fijo, pero sí sus favoritos, que se va distribuyendo a lo largo de la semana según eplato del día que tengan. Por las tardes, un poco más de lo mismo hasta aproximadamente las ocho, momento en el que se va a casa, donde se prepara una frugal cena con algo que haya comprado de camino en el supermercado, el mismo donde trabajaba él antes. 
En los juicios, disfruta el juego de la dialéctica. Le fascina ver cómo un término mejor o peor usado puede hacer a una de las partes ganar o perder ventaja. Se divierte mucho jugando con los letrados de la parte contraria, a menudo a merced de las habilidades dialécticas de Amador. Sus favoritos son los juicios contra abogados de grandes e importantes bufetes, normalmente representando poderosas empresas. Ellos, con sus trajes de Armani y sus coches de lujo, mientras que Armando siempre lleva sencillos trajes de Zara y se desplaza hasta los juzgados en transporte público o, si tiene tiempo, paseando. 
Nada le agrada más que un paseo de hora y media en una mañana seca de invierno desde su despacho hasta los juzgados de la Plaza Castilla. Siempre que tiene la ocasión de hacerlo, siente un vigor y una energía al llegar a los juzgados que lo hacen sentirse capaz de todo; se siente especial. Sabe que probablemente ninguno de los otros abogados que allí se encuentren habrán hecho lo mismo para desplazarse hasta su destino. Se siente un abogado atleta, un abogado imparable. 
Así es Amador. Un hombre satisfecho; un abogado al servicio de los más necesitados; el azote de los grandes bufetes. Un hombre, faltaría más, respetuoso de la ley y temeroso de Dios. Un ser humano cuya buena e inesperada fortuna ha redundado en beneficio de cientos y cientos de sus conciudadanos, todos aquellos que han tenido la suerte de utilizar sus servicios. Pocas veces una herencia habrá servido para hacer tanto bien a tanta gente.

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