Día 53

Cerca ya de 2 horas despierto, y sin poder levantarse. Trevis ponderaba la situación cuidadosamente. Eran las seis menos cuarto de la mañana. Hasta dos horas después no sonaría el despertador, momento en el que Francis, su esposa, se levantaría para ducharse, desayunar e ir a su trabajo en una agencia aseguradora. Casi una hora de trayecto en coche tenía que hacer su mujer cada día para llegar hasta su trabajo, en el centro de Louisville, Kentucky. Y otro tanto para volver. 
Un revés de la fortuna había dejado a Trevis en el paro. El dueño de la ferretería en la que trabajaba cerca de su casa, en las afueras de Louisville, falleció súbitamente y ninguno de sus hijos quiso seguir con el negocio. Una empresa de construcción adquirió la ferretería y despidió a sus doce empleados para ocupar los puestos de trabajo con miembros de la plantilla de la propia empresa constructora. Casi un año hacía ya de esta vuelta de tuerca en la vida de TrevisDesde ese momento, Francis mantenía económicamente a la pareja. 
A los 60 años y con los dos hijos ya criados y pendientes de sus propias familias, lo más sensato pareció desde un principio no molestar demasiado y seguir viviendo del sueldo de Francis y de los pocos ahorros que habían podido acumular a lo largo de los años. El plan de pensiones, ni se planteaba tocarlo hasta cumplir los 65 años, edad en que normalmente se habría jubilado y también la edad a la que lo haría su esposa. 
Resultaba poco, muy poco probable, que a su edad fuera a ser capaz de encontrar otro trabajo. Francis le decía que no se preocupara, que para cinco años que le quedaban hasta la edad de la jubilación, podían apañarse perfectamente. Pero, claro, a Trevis no le gustaba la sensación de estar siendo mantenido por su mujer. Ningún hombre en su familia había sido mantenido por una mujer. No podía evitar sentir una cierta emasculación. 
El caso es que desde que se produjo el cambio en su situación laboral y, por lo tanto, vital, Trevis intentaba que su mujer viera que, ya que no podía contribuir a los gastos de la pareja, se implicaba más en todas las cuestiones relacionadas con la limpieza y el cuidado de la casa. Igualmente, hacía todo cuanto estaba en su mano para mostrarse solicito y servicial con FrancisElla había sido muy comprensiva con él desde que perdió el trabajo, y él la estaba muy agradecido. 
No era raro que le llevara el desayuno a la cama, o que se presentara por sorpresa a la salida de su trabajo, llevándole un pastelito para endulzarle la vida. También aplicaba máximo celo a no molestarla cuando, por ejemplo, se quedaba dormida viendo la televisión después de cenar, o los fines de semana, después de comer. Trevis se había convertido en un especialista en moverse por la casa como un fantasma, sin hacer ruido. Si su mujer era la única que trabajaba, tenía que estar contenta y descansada. 
Trevis seguía atrapado esa mañana en su cama, sin poder salir de ella. Francis estaba profundamente dormida con su pierna y su brazo derechos apresando al pobre Trevis. Como ella tenía un sueño muy ligero, su marido no se atrevía a moverse para no despertarla. Sabía que si se despertaba no sería capaz de volver a dormirse, lo que le supondría perder dos horas de sueño y que su jornada de trabajo se le hiciera mucho más larga cuando empezara a sentir la fatiga. 
Era importante salir de allí con mucho cuidado. A Trevis se le había metido en la cabeza prepararle a su esposa un suculento desayuno, y para ello necesitaría levantarse con una hora y media de antelación, para ducharse y meterse en la cocina a preparar todo lo que tenía en mente. Tenía poco más de veinte minutos por delante para desembarazarse de la pierna y el brazo de Francis y ponerse con su plan. La tarea no sería sencilla, pero tenía que intentarlo. 
No detectaba ningún atisbo de movimiento en su esposa, así que tenía claro que tendría que ser él quien escurriera su cuerpo con mucho cuidado de la presa que lo atrapaba. Lo primero que hizo fue coger el brazo de Francis por la muñeca, con dos dedos, y cuidadosamente desplazarlo, como si lo hiciera con una grúa, hasta depositarlo sobre la cadera de su roncante esposa. Solo quedaba ya la pierna, lo más difícil. La rodilla se clavaba con furia en el muslo izquierdo de Trevis, a quien se le estaba empezando a cortar la circulación sanguínea. Finalmente, a base de hundir su propia carne como si estuviera amasando pasta consiguió escurrirla hacia el exterior de la cama y así liberarse. La rodilla de Francis golpeó el colchón con violencia, pero afortunadamente ésta resultó estar demasiado dormida como para despertarse. 
A continuación, Trevis se dirigió al baño, donde se dio una reconfortante ducha, antes de bajar a la cocina. Allí, comprobó que tenía todos los ingredientes para hacer las tortitas con las que quería obsequiar a Francis esa mañana. Abrió también un nuevo paquete de café, aunque había uno aún sin acabar, pero quería que esa mañana todo estuviera perfecto. Así era su vida desde que perdió el trabajo; una sucesión de pequeñas heroicidades y humildes retos que hacían que todo siguiera valiendo la pena. En la cocina, y con una gran sonrisa de satisfacción, Trevis bate briosamente unos huevos para el desayuno de su querida esposa.

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