Día 44
Crisanta le había tenido pánico al dolor desde casi siempre. Hasta el punto de que, para consumar el acto sexual por primera vez, convenció a su entonces novio, que era anestesista, para que le suministrara una dosis de epidural, y así no sentir el dolor propio de la pérdida de la virginidad, algo que siempre la aterraba. Se trataba de un caso muy extremo de lo que se conoce como algofobia.
Una vez, de pequeña, tendría no más de 6 o 7 años, sufrió un accidente muy aparatoso mientras hacía gimnasia en el colegio. A la hora de saltar el plinton, sus manos resbalaron sobre el mismo, con la mala suerte de caer fuera de la colchoneta que debería haber amortiguado el golpe. Crisanta se retorció de dolor en el suelo mientras sus compañeras gritaban aterrorizadas ante el espectáculo de su brazo malamente fracturado, con los huesos del antebrazo partidos por la mitad y asomando a través de la carne.
Al recuperarse del shock provocado por el terrible golpe, Crisanta miró hacia su brazo, de donde le llegaba un increíblemente intenso dolor que la tenía al borde del desmayo. Pero lo peor no era eso, sino el ver a su brazo serpenteando, desprovisto de la sujeción que normalmente habrían de proporcionarle los huesos. Esa imagen y el dolor asociado no la abandonarían nunca.
Rotura total, aunque limpia, de cúbito y radio. Eso rezaba el informe médico. La sometieron a una cirugía para reducir la doble factura e insertarle dos largos clavos que sujetarían sus huesos durante los cuatro meses siguientes, incluyendo un interminable verano de picores dentro de la escayola que aplicaron alrededor de su brazo. Todo este episodio, más el colofón final, la extracción de los clavos casi sin anestesia, o eso le pareció a ella, con un dolor metálico inexplicable al sentir cómo tiraba de ellos el doctor, desencadenó la algofobia que gobernaría el resto de su vida.
En más de una ocasión, al darse un golpe fortuito en alguna parte de su cuerpo, cualquier tontería, nada importante, se había quedado paralizada, no tanto por la intensidad del dolor como por el mero hecho de estar sintiendo el dolor. Un golpe en un tobillo, un coscorrón con un armario de la cocina, una patada a un mueble con las zapatillas de estar en casa. Lo que para otra persona no significaría más que el soltar una retahíla de improperios, para Crisanta era un drama en toda regla.
No había nada peor que cuando alguno de estos pequeños accidentes sucedía en un lugar público. La gente la miraba como si estuviera loca. ‘¿Qué hace esta mujer tirada en el suelo, si no le ha pasado nada?’. Además, ella sufría en silencio, petrificada por la sensación de dolor, lo que venía a aumentar ante los demás la imagen de alguien que no está en su sano juicio. Cuando ocurría algo así, podía luego tirarse varios días en su casa sin atreverse a salir, avergonzada por el efecto social tan devastador que tenía su enfermedad.
Tenía temporadas mejores y temporadas peores. En las últimas, no se atrevía incluso ni a viajar, ante la perspectiva de poder sufrir un accidente, por pequeño que fuera, que le pudiera provocar un dolor que no fuera capaz de superar. Se imaginaba un posible accidente en tren, o en coche, donde, sin que tuviera que tratarse de algo de mucha gravedad, sufriera algún tipo de fractura. Al imaginárselo, le asaltaban los recuerdos de su fatídico accidente escolar, del brazo cimbreante, fuente de dolor inagotable.
En esto llegó, en una de las épocas buenas, una salida al campo con unos amigos. ‘En el campo no puede pasar nada’, se decía; ‘es mucho menos peligroso que la ciudad, donde siempre te puede caer un tiesto en la cabeza, o te puedes tropezar con un adoquín mal encajado’. Estaba resultando una jornada de lo más placentera. Sus amigos, sabedores de las limitaciones de Crisanta, evitaban llevarla por senderos tortuosos. Muy al contrario, anduvieron toda la jornada a través de preciosos prados donde, incluso si alguien tropezara y cayese, lo haría sobre una verde alfombra que amortiguaría la caída. Un lugar perfecto para Crisanta.
No recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentido tan bien. Normalmente, o se quedaba en casa, o, si se aventuraba a hacer alguna salida en plan viaje o excursión, era presa de un cierto estrés, un estrés que podía más o menos controlar gracias a la medicación que tomaba, pero que no le permitía disfrutar del momento como a ella le gustaría. Este día estaba siendo muy distinto, ¿quizá el inicio de una posible recuperación?
Al cruzar el último prado del día, cuando se dirigían a los coches para volver, alguien observó que había aparecido un toro no se sabía muy bien de dónde. Era muy extraño, pues no estaba marcado en ningún sitio que fuera propiedad privada. Ante la sorpresa de todos, el toro arrancó hacia ellos a gran velocidad. Todo el grupo salió corriendo despavorido. Bueno, todos menos Crisanta, a quien atenazó el miedo, impidiéndola correr. Todo sucedió en un instante; el toro la empitonó por la espalda, destrozando sus riñones, y sacando la punta del cuerno por el abdomen. Los últimos momentos de la vida de Crisanta no fueron tan malos. El dolor que acompañaba a la muerte no era tan terrible como ella lo había imaginado.
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