Día 42
'Colega, tú estás loco'. Eso le decían sus amigos y familiares cuando les contó su plan de viajar a Irán en primavera. Que si no había otros destinos en el mundo, que si quería que lo raptaran, que si le iban a cortar las manos. Escuchó todo tipo de sandeces sobre su proyecto de viaje. Qué ignorante era la gente y qué manía tenían de opinar sin informarse primero.
Una decisión es una decisión, y nadie le iba a hacer abandonarla. No es que hubiera sentido nunca una atracción especial por los países musulmanes, ni por la cultura del Oriente Próximo, o el Medio Oriente, nunca había tenido clara la diferencia entre uno y otro. Pero siempre le habría provocado mucha curiosidad la existencia de un país de tradición y cultura indoeuropeas en un contexto musulmán. Y no se iba a quedar con las ganas de satisfacer su curiosidad. Ricardo iría a Irán.
Algunos de los que fueron a despedirle al aeropuerto incluso se permitieron el lujo de verter alguna lágrima, como si no fueran a verlo nunca más, como si partiera hacia una muerte segura. Esto irritó bastante a Ricardo, pero media hora después ya se había olvidado de todo, ante la emoción de encontrarse a punto de embarcar hacía ese destino que tanto lo atraía. A las 13:45 horas de un 10 de junio, su avión partía hacia Teherán.
Ricardo tuvo suerte con el compañero de viaje que le tocó. Se llamaba Saeed, y casualmente era de Isfahán, adonde regresaba después de una estancia de investigación de 6 meses en diversas universidades europeas. En cuanto supo que su compañero de viaje iba a comenzar su periplo iraní de diez días por su ciudad, Saeed se deshizo en ofrecimientos de acoger a Ricardo como su invitado. Podía incluso quedarse en casa de sus padres. No tenían sitio, pero le haría una cama cómoda en el suelo, lo que Ricardo rechazó amablemente, haciéndole ver que había conseguido una habitación en un Hotel con muy buenas reseñas en el centro de la ciudad. Saeed confirmó sus impresiones sobre el hotel Azadi y le dijo que le parecía muy bien que se quedará allí pero que le permitiera ser su guía durante su estancia.
En Teherán tuvieron que cambiar de aeropuerto; ya se lo había avisado la compañía de viajes. Y Ricardo se alegró enormemente de tener un compañero de viaje local. Tomaron juntos un taxi y atravesaron la ciudad, lo que les llevó casi 4 horas. De no haber tenido alguien del lugar que lo hubiera estado convenciendo de que eso era normal, seguro que habría estado atacado, pensando que el taxista le estaba dando la vuelta turística para sablearlo. No solo nadie lo sableó, sino que Saeed se empeñó en pagar el taxi.
Naqsh-e Yahán, así se llamaba la Plaza Real de Isfahán, a diez minutos a pie del modesto pero coqueto hotel Azadi, y donde Ricardo y Saeed convinieron en encontrarse a las 8, cuando el sol ya apretaría menos. Tras una reconfortante ducha, Ricardo salió de su habitación con la suficiente antelación como para no llegar tarde ante cualquier imprevisto; sabia decisión cuando se va por primera vez a un sitio desconocido. Diez minutos después, como le había prometido su nuevo amigo iraní, Ricardo se encontraba en Naqsh-e Yahán. Tenía diez minutos para buscar la puerta de la mezquita del Imán Jomeini, donde se reuniría con Saeed y su hermana, quien también vivía en casa de sus padres.
Todo lo que había leído sobre esta plaza se quedaba corto, por muy laudatorio que fuera. Le pareció un lugar mágico. Había leído que era una de las plazas más grandes del mundo, lo que le había hecho pensar en un lugar poco acogedor. La realidad, sin embargo, era muy distinta: Las fuentes, los colores de los edificios, la animación del bazar, todo junto creaba un mosaico realmente inigualable, desde luego como él no se había imaginado.
En la puerta de la mezquita lo esperaban Saeed y su hermana, Mashid, una muñeca persa de tez bronceada y refulgentes ojos verdes que dejó a Ricardo noqueado y a quien éste, sabedor de las costumbres locales, saludó sin tocar. La euforia del encuentro envalentonó a Ricardo, quien propuso a sus anfitriones pedir a la policía que les permitieran subir a los tejados de la plaza, algo que había leído que era una maravilla al atardecer, momento en el que se encontraban, aunque en la actualidad estuviera prohibido.
No fue fácil convencer a Saeed, temeroso, como buen iraní, de la Policía. Sin embargo, después de lo que pareció una tensa discusión entre Saeed y la jefa de policía, y que en realidad no era más que la vehemente forma de negociar de los persas, ésta les permitió subir al tejado, eso sí, acompañados por un policía y durante no más de diez minutos. Las vistas desde allí eran impresionantes. Ni Saeed ni Mashid habían tenido antes la oportunidad de disfrutar de semejante espectáculo, que además coincidió con la puesta en marcha de las luces de la plaza, lo que confirió a ésta un aspecto ensoñador difícil de describir.
A la vista de que Saeed estaba empezando a estresarse por la presencia amenazadora de la escolta policial, decidieron poner punto final a su excursión por las alturas. Se dirigieron al bazar, que se encontraba en los soportales de tres de los cuatro lados de la plaza. El paseo por el bazar le resultó delicioso a Ricardo, dejando a Saeed regatear por aquí y por allá, y hablando con Mashid, quien, al igual que su hermano, hacía gala de un muy buen inglés. El olor a verano, a especias, a cuero, la mirada de Mashid, su melódica voz. Ricardo se acordaba de las premoniciones de sus allegados. Sí, moriría en Irán, pero lo haría de amor.
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