Día 41
Como tantos subsaharianos llegados en masa para trabajar en los cultivos del Mar de Plástico del sureste español, Mussa cargaba pacientemente las frutas y hortalizas que alimentaban a España y a una buena parte de Europa. Eran las 10 de la mañana de un caluroso día de principios de julio. Llevaban laborando desde las 6, y, con suerte, podrían todavía trabajar un par de horas más, antes de que el calor se hiciera insoportable y tuvieran que parar hasta la puesta del sol.
Un día como otro cualquiera para Mussa, procedente de Mali, de donde había llegado hacía ya más de dos años, en busca de una vida mejor. En busca de la vida que se merecía alguien que se había esforzado por sacar los estudios de derecho en su país, donde, no teniendo contactos, le resultaba imposible ejercer la abogacía, su gran pasión.
Ante la falta de perspectivas, y a pesar de los vanos intentos de su mujer y su madre por convencerle de que se quedara, que las cosas cambiarían, Mussa cogió el petate y se marchó. Abandonó la barriada de Bamako, la capital, donde había vivido los 22 años de su vida. Tenía un hijo pequeño que alimentar, y si se quedaba en Mali no lo iba a poder hacer. Ir a España era la solución.
Raoul, un compañero de estudios de la universidad, le había hablado de un despacho de abogados en Málaga. Contrataban licenciados en Derecho de países en vías de desarrollo y que tuvieran buenas referencias para encargarse de asuntos de extranjería, pagándoles la mitad que a un abogado español. Raoul le había dicho que, si Mussa se procuraba el desplazamiento hasta España, él se encargaría de que el despacho de abogados lo recibiera a su llegada.
El viaje hasta España no fue tan duro como se había temido. Varios días de viaje en camioneta, sin grandes sobresaltos, y una travesía del Estrecho en una noche plácida de mayo, sin apenas oleaje, y sin encuentros desagradables con la Guardia Civil. El comienzo no podía ser mejor. Sí, estaba claro que había tomado la decisión correcta. Ahora sólo quedaba encontrarse con su contacto en España.
No tardaría mucho en poder devolver el millón y medio de francos de África Occidental que había tenido que pedir prestado para pagar su viaje a España y el dinero que le dio a Raoul como comisión por su ayuda con el despacho de abogados de Málaga. Si le pagaban los 600 o 700 euros mensuales que le había garantizado Raoul, en un año o poco más habría pagado su deuda, todo ello mientras mantenía a su familia desde la distancia, enviándoles todo lo que pudiera cada mes.
Tras una larga espera, Mussa comprendió que no acudiría nadie a su encuentro. Por supuesto, todo había sido un engaño. No había ni un despacho de abogados ni nadie que se fuera a preocupar por él. Había contemplado esa posibilidad, por supuesto, aunque se negaba a concederle crédito a sus temores. El caso es que Mussa, hombre con recursos y de voluntad inquebrantable, no se amilanó, y, gracias a su dominio del inglés, pudo comunicarse lo suficiente para saber dónde podría encontrar trabajo y cómo llegar hasta allí.
En la pequeña localidad almeriense donde se alojaba, sus condiciones de vida no eran demasiado malas, comparado con lo que escuchaba de otros compañeros de fatigas. Compartía una habitación con otros 6 trabajadores en un pequeño chalet de 4 habitaciones donde vivían un total de 25 personas. Claro que estaban estrechos, pero había tenido suerte con sus compañeros de habitación. Era gente legal y con la que se sentía relativamente a gusto.
No tenían ningún día de descanso, a menos que estuvieran muy enfermos. Cada mañana, unas camionetas del patrón los recogía y los llevaba hasta el lugar de trabajo. 6 euros a la hora, les pagaban. No se podía quejar. Muchos patrones de la zona explotaban a su mano de obra por jornales que en ocasiones no superaban los 4 euros por hora. Eso le permitía a Mussa enviar suficiente dinero como para que su familia no pasara hambre.
Además, no perdía la esperanza de un día poder hacer valer sus estudios de Derecho en España. Sí, un día conocería a la gente apropiada. Gente con escrúpulos y dispuesta a ayudar a un buen hombre, a un honrado trabajador que lo único que quería era salir adelante después de tanto esfuerzo. Trabajaría de abogado y lucharía por defender los derechos de los jornaleros del Mar de Plástico. Sí, ese día llegaría, seguro. Algún día sería capaz de traerse a su familia. A su esposa, Bentadia, y a su pequeño, Salif, que ya tendría más de tres años. Paciencia, no era más que cuestión de paciencia. Aunque no era muy creyente, sabía que Alá no lo abandonaría.
Mucha gente desconoce la verdadera historia de los desplazados y de la realidad en que se encuentran al llegar a un país del cual desconocen sus tradiciones y culturas. Lo triste es cuando confías en tus compatriotas, quienes en vez de ayudarte, se aprovechan de tus miserias e ilusiones. Gracias por compartir esta historia.
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