Día 40
Cuarenta días de cuarentena; y lo que te rondaré, morena. Y, sin haberlo pensado, me ha salido un pareado. Para celebrar tal efeméride, no el que sigamos de cuarentena, claro, sino que hoy la cuarentena hace honor a su nombre, no se me ocurre nada mejor que hablar de literatura. No en vano, además de mi santo, hoy, 23 de abril, es el día del libro. Día, dicen las malas lenguas, en que murieron tanto Cervantes como Shakespeare, allá por 1616. Como da la casualidad de que, cuando levanto la vista, veo el póster de grandes escritores irlandeses que tengo en mi despacho, estos serán el asunto que nos ocupe hoy.
Una isla tan pequeña y con tanto talento. Siempre me ha asombrado. Aunque, bueno, cuando va uno a Irlanda deja de asombrarse de que esto sea posible. Sus paisajes, sus gentes, todo invita a la literatura. El color verde que predomina en la isla, la Isla Esmeralda, despierta la imaginación y llena de optimismo. Pasear por las calles de sus principales ciudades, Dublín, Galway, Cork, alimenta las ganas de coger pluma y papel y ponerse a escribir historias, poemas, cuentos.
A nadie escapará, por ejemplo, el nombre de Jonathan Swift, autor de los celebérrimos Viajes de Gulliver, pero también de otras grandes obras. Los viajes de Gulliver me parecen especialmente relevantes en los tiempos en que vivimos. Es lectura recomendada para dejar volar la imaginación y desplazarnos a lugares donde ahora mismo nos resulta imposible hacerlo físicamente. Qué gran autor satírico fue Swift y qué duro el final de su vida, entre enfermedades físicas y mentales.
Reciente, mucho más reciente que Swift es Samuel Beckett, gran exponente del teatro del absurdo. Por algún motivo, siempre que me encuentro esperando a alguien, o algo, como un autobús, me viene a la cabeza la obra de Beckett Esperando a Godot. Incluso, si me preguntan que estoy haciendo, suelto el nombre de la obra. Es verdad que esta es una obra de su época francesa, pero es inevitable recordarlo por ella. En cualquier caso, yo siempre he asociado a Beckett con esa mirada intensa que él tenía, a través de esos ojos tan claros y tantas veces retratados.
En el campo de la poética, no podemos dejar de mencionar a uno de los más grandes: William Yeats, de apellido frecuentemente mal pronunciado. No sé si será por la semejanza del apellido con el del poeta inglés Keats, cuya obra es en mi opinión mucho menor que la del poeta irlandés, el caso es que mucha gente, por supuesto no nativa de Irlanda, pronuncia su nombre /yits/ cuando es realidad es /yeits/. Su poesía simbolista, con un uso del lenguaje que lleva al lector más allá del significado de las propias palabras, le valió el Premio Nobel de Literatura en el periodo de Entreguerras.
Nadie podrá tampoco decir que no sabe quién es Oscar Wilde, encarnación para muchos del espíritu libertino y escandaloso de los artistas, incluyendo prisión y muerte temprana. Su obra El Retrato de Dorian Gray siempre ha ejercido una gran fascinación sobre mí. Tal vez porque la leí muy joven, y me impresionaba mucho la existencia de ese cuadro en el que el retrato de Dorian iba envejeciendo mientras él se conservaba joven. Otra obra suya, La Importancia de Llamarse Ernesto, siempre me ha parecido un claro ejemplo del problema de las traducciones de las obras literarias. El doble significado de ‘being Earnest’ en inglés se pierde por completo al traducirlo al español.
Tal vez menos conocido por muchos fuera de Irlanda sea Seán O'Casey, dramaturgo de la primera mitad del siglo XX. O'Casey fue tan conocido por su obra dramática, de gran calidad, como por sus ideales políticos y su compromiso con la causa irlandesa. Como no podía ser de otra manera, esos ideales políticos impregnan su obra, lo que le llevó a varios episodios desagradables en su carrera literaria, incluyendo algún encontronazo con Yeats, quien en algún momento encontró las piezas teatrales de O'Casey demasiado críticas con el imperialismo británico, a pesar de que el propio Yeats había hecho profesión de ideales muy en la misma línea en sus años mozos.
El que sí que no resultará desconocido a nadie es James Joyce. Tal vez para muchos el escritor irlandés más claramente asociado a la ciudad de Dublín, aunque solo sea por su famosa novela Dublineses. La obra de Joyce es densa, tortuosa por momentos. Difícil de leer sino se entrega uno 100% a la tarea de hacerlo. Reconozco que nunca he sido capaz de acabarme su Ulises. Incluso el Retrato del Artista Adolescente, mucho más breve y sobre todo menos denso, que Ulises, se me hizo mucha bola. El ambiente sofocante del adolescente católico en Dublín, con todo lo que ello conlleva, torturó mucho mi proceso de lectura de esa obra. En cualquier caso, todo lo que sea no reconocer que James Joyce ha sido uno de los grandes entre los grandes sería faltar gravemente a la verdad.
No puedo acabar este somero e incompleto repaso de los grandes literatos irlandeses sin mencionar a Bernard Shaw. Shaw fue un prolífico dramaturgo, también muy interesado en la causa política y gran desencadenador de polémicas. Recibió, además, el Premio Nobel de Literatura allá por la misma época en la que lo hizo Yeats, los años 20. Como tantos artistas de su época, no pudo evitar la tentación, o la necesidad, de vivir en Londres para ganarse la vida. Recordemos que Irlanda no fue totalmente independiente del Imperio Británico hasta 1937. Su obra Pigmalión ha sido tal vez la mejor adaptación moderna del mito clásico. En cualquier caso, lo vasto de su obra, no solo teatral sino en diversas esferas, y la calidad de la misma hace que sea difícil destacarlo por creaciones concretas.
Así que de esta manera hemos llegado al final de mi pequeño homenaje a las letras irlandesas en el día del libro. Me ha parecido una buena manera de celebrar tanto esta fecha tan señalada para los amantes de la lectura como el hecho de que hoy la cuarentena alcanza la mayoría de edad. Esperemos no tener la ocasión de hacer muchas más celebraciones de este tipo. Significará que hemos salido de esta larga cuarentena.
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