Día 39
Casi dos semanas sin salir de casa. Insostenible para tantas familias rusas que vivían del trapicheo y pequeño comercio diario. Ese era el caso de Vladimir y su madre, Natalia. Dos semanas sin traer nada de comida a casa y sin poder salir a conseguir algo. De las facturas, ya ni se preocupaban. El gobierno había prometido que a nadie se le cortaría ningún suministro, así que eso podía esperar.
Una familia más de Krasnoarmeyskiy, uno de los barrios más modestos de Volgogrado, la otrora orgullosa Stalingrado, que tan decisiva fue en la aniquilación de Hitler y la erradicación del nacionalsocialismo. ‘Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras’, decía Quevedo. Pues lo mismo se podía decir de la ciudad a la ribera del Volga, sumida en la pobreza y la delincuencia, a lo que la cuarentena provocada por el coronavirus solo había venido a añadir más leña.
A Vladimir, de 11 años de edad, y ya curtido en las artes que solo se aprenden en las calles de barrios como el suyo, se le metió en la cabeza que ya era el momento de dejar de obedecer a esas autoridades a las que en realidad les daba igual la salud del pueblo ruso y salir para poder ayudar a su madre. Esta se encontraba muy cansada, imposible saber si estaba contagiada, pero desde luego que la falta de alimentación no iba a contribuir a que la situación mejorara.
Realmente no iba a hacer nada muy distinto de lo que solía hacer en circunstancias normales. Buscar una tienda que robar, lo que sería más fácil al estar muchos comercios cerrados, o asaltar a algún incauto transeúnte que estuviera intentando saltarse las normas de confinamiento. Está idea le hacía sentirse bien; no estaría más que haciendo justicia, castigando a quien no estuviera cumpliendo las órdenes. Por una vez en su vida, se sentía del lado de los buenos.
Eran aproximadamente las 10 de la noche cuando Vladimir descendió a la calle al amparo de la oscuridad. Habría recorrido unos 50 metros de su calle, Udmurtskaya, cuando, al fondo, justo donde se encontraba el único cajero del barrio, un dispensador del Sberbank, divisó una silueta menuda que parecía aprestarse a operar con el cajero. Si eso era así, esa sería la noche de suerte de Vladimir. Metió sus manos en los bolsillos, sintió la navaja que llevaba en el bolsillo derecho, y apretó el paso.
No fue cuestión más que de un par de minutos. La navaja en la espalda de la anciana, la exigencia de que le entregara el dinero, y, cuando ésta se le reveló, un fuerte empujón que la dejo tendida en la acera. Vladimir salió corriendo como si en ello le fuera la vida, lo que en realidad era el caso, pues estaba seguro de que habría muchas patrullas no muy lejos de allí. Cinco minutos después, se encontraba en el salón de su casa, contando los billetes. 4.000 rublos, no estaba mal. El golpe le serviría para mantenerse y mantener a su madre durante otras dos semanas.
'Tenía miedo, Chetyrepiat, ¿dónde estabas?' Su madre siempre lo había llamado así, Chetyrepiat, por la manera tan graciosa que Vladimir tenía, de pequeño, de pronunciar los números cuatro (chetyre) y cinco (piat) cuando jugaban a los dados. ‘No te preocupes mamá’, dijo Vladimir, ‘he bajado a tirar la basura y he aprovechado para respirar un poco de aire puro’.
En realidad, Natalia sabía que esto no era verdad. El cubo de la basura de la cocina estaba casi vacío, ¿qué iba a tener, si apenas comían? Pero estaba demasiado cansada como para cuestionar a su hijo. Además, ella sabía perfectamente los asuntos en los que él se manejaba, y que era cuestión de tiempo que volviera a las andadas. Y tenía el atenuante de que se encontraban en una situación desesperada. Si conseguía traer algo de comida a la casa, no sería ella quien pusiera reparos.
No había tenido casi tiempo Vladimir, a la mañana siguiente, de cerrar la puerta cuando volvió de hacer una compra en condiciones, que escucho a su madre dar un grito en el salón. Le acababa de telefonear su amiga Ludmila; la madre de ésta había aparecido malherida la noche anterior junto al cajero al que había ido a sacar dinero. Tenía muy mala pinta, se había roto la cadera, y, a su edad, más de 80 años, y en plena cuarentena por el coronavirus, la situación era más que preocupante.
A Vladimir no le hizo falta mirar a su madre para sentir la mirada de esta clavada en él. Natalia sabía perfectamente lo que había pasado. Demasiada coincidencia. ¿Por qué a los pobres les tenían que salir las cosas siempre así? Un mes después, ante la imposibilidad de Ludmila, debido a su trabajo, de ocuparse de su madre, en silla de ruedas a causa de la caída, Vladimir, para expiar su culpa y sin, por supuesto, confesar quién era el responsable de esa situación, se ofreció a cuidar de doña Olga. Al fin y al cabo, él no tenía gran cosa que hacer. Poco a poco, y con el paso del tiempo, Vladimir, alias Chetyrepiat, hijo de Natalia, y doña Olga, madre de Ludmila, gran amiga de Natalia, desarrollaron una entrañable amistad que duró hasta la muerte de la anciana vecina, tres años después.
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