Día 34

Como cada mañana de domingo, Martin se preparaba junto a su familia para ir a misa. Era el momento más esperado de la semana para toda la comunidad afroamericana del barrio Sur de Chicago, la mayoría de ellos de religión Bautista. La afiliación a esta religión había conseguido hacer salir a muchos vecinos del barrio del camino equivocado, adoptando prácticas vitales mucho más acordes con lo que se espera de un buen ciudadano y un buen hijo de Dios. Las diversas iglesias bautistas de la zona habían hecho definitivamente un gran trabajo para sostener a las comunidades más desfavorecidas. 
Uno de los motivos del éxito de la Iglesia Bautista en esa zona del país, como en tantas otras, había sido su capacidad para congregar a sus feligreses, incluso a los menos devotos, en actividades no solamente relacionadas con el culto a la religión sino también fuera de este. Muchos de los más jóvenes del barrio asistían a las guarderías organizadas por las iglesias bautistas correspondientes. Igualmente, muchas madres eran asiduas de los talleres de manualidades y costura también organizados desde la Iglesia. Y, sobre todo, las reuniones informales, después de misa y algunas tardes entre semana, una especie de fiestas a las que acudían muchos vecinos y suponía la ocasión ideal para hablar distendidamente y hacer nuevas amistades. Y todo esto, sin necesidad de beber alcohol, algo estrechamente vigilado. 
Además de la comunidad afroamericana, la otra gran minoría étnica de esta parte de la gran ciudad del Medio Oeste americano era la latina. Los latinos eran mucho más difíciles de domar. Se habían hecho con el dominio de las bandas mafiosas de la zona. Además, la mayoría de ellos eran católicos. Martin no se fiaba de los católicos. Mientras no se metieran ni con él ni con su familia ni con sus amigos, los latinos le daban bastante igual. 
Repasando su nudo de la corbata, Martin se miraba satisfecho en el espejo. Estaba listo para ir a misa. Algo más tardarían su mujer, Jessie, y sus dos hijos: Joy, la mayor, de 8 años, y Michael, de 6 años, al que habían puesto este nombre el honor al gran jugador de baloncesto de los Chicago Bulls, ídolo de Martin en su juventud. 
En unos 20 minutos o media hora saldrían hacia la iglesia. La misa comenzaba en una hora, pero siempre les gustaba llegar antes de tiempo para conversar con sus amigos de la congregación. Con un poco de suerte, también podrían saludar al reverendo Franklin, Pastor de su iglesia. Aunque, si no podían, siempre tendrán la ocasión de hacerlo después de la misa, a pesar de que, en estas últimas semanas, se estaban evitando las reuniones no religiosas, a causa del estado de emergencia por el coronavirus. 
No estaba resultando fácil la vida en los últimos tiempos. El estado de alarma general había llevado a un gran número de estadounidenses a confinarse en sus casas, siguiendo las directrices marcadas por el presidente de la nación y los gobernadores de sus correspondientes estados. La situación en el barrio Sur de Chicago era particularmente tensa. Muchos de sus habitantes habían perdido el trabajo, trabajos en su mayor parte poco cualificados y sin un contrato que les permitiera optar a algún tipo de subsidio estatal. 
Todos los días se producían tensiones en la calle, debido al número de vecinos a los que tenía que llamar la atención la policía local, vecinos que se veían en la obligación de salir a trabajar, a pesar de la prohibición, para poder llevar algo que comer a sus casas. La policía estaba haciendo una gran labor a la hora de mostrarse comprensiva y no excederse con las multas. Pero el barrio se estaba convirtiendo en un polvorín. 
En estas circunstancias, la labor de la Iglesia Bautista se estaba mostrando fundamental para mantener la calma social. Los pastores de las diversas iglesias de esta confesión, que abundaban en esta parte de la ciudad, habían decidido que era absolutamente necesario mantener las misas. Por un lado, era la única manera de poder convencer a sus feligreses de que era necesario seguir perseverando en el esfuerzo que estaban haciendo. Por otro lado, los pastores habían decidido que, al tratarse una reunión religiosa, el virus no se atrevería atacarlos. 
No tomó la Iglesia estas medidas a la ligera. Se pusieron estrictos controles de toma de temperatura a la llegada a los recintos, y se preguntaba a todo el mundo según iban llegando si habían tenido algún tipo de síntomas durante los últimos días que pudieran considerarse compatibles con el coronavirus. El problema era que muchos de los feligreses, según pasaban los puntos de control, se quitaban las mascarillas y los guantes para poder saludarse y hablar libremente con sus amigos. ¿No estaban en un espacio sagrado? Seguro que el virus no los iba a atacar de ninguna de las maneras. 
Así que Martin y su familia fueron a la Iglesia, como todos los domingos, departieron con sus amistades, escucharon el maravilloso sermón del reverendo Franklin, en el que instaba a mantener la calma y a confiar en Dios, y finalmente se dispusieron a volver a casa, para disfrutar de la deliciosa comida preparada por Jessie, una gran cocinera. Los cuatro caminaban alegre y confiadamente por la calle, cogidos de la mano y luciendo sus mejores galasEPastor tenía razón, el virus no se atrevería con ellos.

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