Día 30

Cada vez que respiraba, Ernesto maldecía su mala suerte. Cada inhalación de aire era como una puñalada debajo de las costillas. No sabía exactamente qué era lo que le pasaba, pero el dolor era insoportable. Solo podía mantenerlo a raya gracias a los calmantes que se había tomado, así como los esfuerzos que hacía por inhalar poca cantidad de aire cada vez. 
Una caída cómo esta era mala suerte, muy mala suerte. En plena cuarentena por el coronavirus y había tenido que sufrir un accidente de estas características dentro de casa. Él, que tan a rajatabla estaba llevando todas las indicaciones que se dictaban desde las autoridades. Una de ellas, hacer ejercicio todos los días para mantenerse en forma y que el sistema inmunológico estuviera mejor preparado ante la eventualidad de contraer el virus. 
A él nunca le había gustado demasiado hacer deporte, pero enseguida entendió lo razonable de este consejo. Era obvio que el pasar demasiado tiempo confinado en casa y sin moverse era ponerle las cosas fáciles al virus en caso de contagio. Sí, creía firmemente en el bien que le podía hacer el ejercitarse todos los días. Además, tenía un jardín. No era lo mismo tener que ejercitarse en el confinamiento de un piso que poder hacerlo al aire libre como era su caso. 
Resultaba, en cualquier caso, algo incómodo. El jardín no era muy grande, así que, para poder hacer una carrera que lo pudiera llevar por lo menos a romper a sudar, necesitaba dar muchas vueltas al mismo, con lo que se sentía como un tiovivo en la feria. Pero él se ponía los cascos inalámbricos y escuchaba música mientras corría, lo cual le permitía completar sus 100 vueltas al jardín sin que se hiciera demasiado tedioso. Eso y una breve tabla de ejercicios físicos le permitían sentirse bien cada día. 
El caso es que no fue muy consciente de cómo sucedió. Un tropezón, un mal paso al bordear la jardinera central del jardín. Ernesto cayó con estrépito, con la mala suerte de clavarse el borde superior de la jardinera justo por debajo de las costillas. El dolor fue inminente, agudo, increíble. Como si una bomba le hubiera estallado en sus entrañas. No pudo levantarse. Sarrastró de aquella manera hasta el interior de la casa, y se subió como buenamente pudo al sofá, donde permaneció un buen rato. 
Nada más recobrar un poco de fuerzas, se irguió y camino doblándose hacia adelante y apretándose el vientre con sus brazos, dirigiéndose a la cocina, donde guardaba el botiquín de primeros auxilios Tomó una dosis doble de calmantes que lo ayudaron a soportar el dolor. Pero el efecto de los calmantes estaba empezando a pasar. Hacía de eso ya más de cuatro horas. Ernesto, que se había vuelto a tumbar en el sofá del salón, seguía en la misma posición, sin saber muy bien qué hacer. 
Tenía muy, muy mala suerte, sí. Ir a tener este accidente en plena crisis del coronavirus. Se sentía culpable por ser tan tonto. Tenía la sensación de que nadie tenía derecho en estas circunstancias a padecer de algo que no fuera coronavirus. La pandemia tenía colapsados los hospitales, que no daban abasto para atender todos los casos que llegaban. En una situación así, no se sentía en disposición de llamar a las urgencias para que lo atendieran por una estupidez como la que le acababa de pasar. 
En la radio se escuchaba continuamente la narración de todas las tragedias que estaban ocurriendo en torno al virus. Gentes que estaban muriendo por no tener acceso a respiradores; doctores, enfermeras y demás personal sanitario que estaban contrayendo la enfermedad, alguno de ellos también falleciendo por la alta carga viral que habían recibido. Ernesto se sabía todas estas cosas de memoria, de tanto escucharlas, y ahora, retorciéndose de dolor, le martilleaban sin cesar dentro de la cabeza. 
No, él no iba a desviar la atención que necesitaban los pacientes de coronavirus para que lo atendieran a él por un estúpido accidente que se había producido de la más tonta de las maneras, ¡cómo les iba a explicar que se había caído en su jardín, corriendo, mientras tanta gente sufría en todos los confines del planeta! Tocaba apretar los dientes y esperar a que amainara el temporal. Tal vez, en unos días, si la situación en los hospitales mejoraba, se animaría a acercarse a uno de ellos para que le echaran un vistazo. 
A Ernesto, este razonamiento le parecía el más adecuado. No era el momento ahora de desviar recursos necesarios para luchar contra la pandemia. No iba a caer sobre su conciencia la muerte de ningún contagiado por coronavirus, al que no hubieran podido atender por atenderlo a él, víctima de una estúpida caída, la cual se podía haber evitado, probablemente, si hubiera estado más atento en vez de escuchar sus auriculares. Sí, estaba haciendo lo correcto, pensaba Ernesto, mientras se desangraba en su sofá, víctima de una hemorragia interna.

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