Día 27
Coronavirus. A veces pienso que el principal problema con esta enfermedad ha sido el nombre que le han puesto. Resulta difícil tomarse una enfermedad en serio con un nombre tan aparentemente inofensivo. Si uno escucha hablar de Ébola, o no digamos de Peste, no puede evitar sentir un sobrecogimiento. Pero si uno escucha hablar de Coronavirus, incluso ahora que ya ha causado cientos de miles de muertes en el mundo, no parece lo mismo.
Una cosa es que estemos dispuestos a tomar precauciones, y otra muy distinta es que realmente tengamos conciencia de estar mirándole a la muerte a los ojos a la vista de esta enfermedad. Con otras enfermedades, como el cáncer, se produce el doble efecto, pero con el coronavirus me da a mí la impresión de que simplemente sabemos que hay que tomar medidas, pero no nos acojona, con perdón por la expresión.
Así se explicaría la cantidad de gente que sigue haciendo el imbécil, exponiéndose a sí mismo y a los demás, a pesar de las imposiciones de confinamiento a las que estamos siendo sometidos. Cada día, cientos, cuando no miles de personas siguen siendo multadas y algunas otras incluso detenidas por no respetar las normas de confinamiento. Si tuvieran miedo, no harían lo que está haciendo.
Resulta paradójico, no cabe duda, en cualquier caso. Todo el planeta parado, las economías de los países que se van al garete, y tanta gente que no se da cuenta de lo que está pasando. Resulta estremecedor ver las imágenes de ciudades como Nueva York, decimadas por el virus, donde la gente sigue paseando en bici y relajándose en los parques tranquilamente.
Esto, repito, me parece a mí que se debe en gran parte a la nomenclatura habitual que recibe el Covid-19, o sea, coronavirus. Y no es algo que se me haya ocurrido a mí de la nada. Existe una teoría llamada Teoría de la Relatividad Lingüística, que defiende que nuestra manera de hablar influye sobre nuestro pensamiento, y, más concretamente, el nombre que reciben las cosas determinan nuestra manera de actuar.
No es una teoría caprichosa. Está basada en hechos fehacientes. Su principal defensor fue el ingeniero/lingüista Benjamin Lee Whorf, quien, a través de las observaciones que pudo realizar en su trabajo como perito de compañías de seguros, se dio cuenta de que algunos accidentes eran provocados por la reacción de las personas ante la nomenclatura que recibían diversos elementos.
Tuvo el bueno de Whorf la habilidad de observar que, en ocasiones, se producían siniestros que implicaban explosiones en situaciones en las que uno en principio no debería haber esperado que se produjeran esos accidentes. Y estas situaciones tenían un denominador común: la presencia de advertencias que en principio parecerían claras, pero que llevaron a malinterpretaciones.
En concreto, se trataba de situaciones en las que había bidones vacíos que en su momento habían contenido material inflamable. A estos bidones se lo solía etiquetar como ‘bidones vacíos’. Muchas veces estas etiquetas eran interpretadas erróneamente. Es decir, se asociaba el hecho de que estuvieran vacíos con la falta de peligro. Muy al contrario, un bidón con material inflamable o con algún tipo de combustible, cuando se queda vacío, es una potencial bomba de relojería.
No hace falta mucha imaginación para saber lo que pasaba entonces; la gente se confiaba, y encendía cigarrillos cerca de esos bidones. Esto era a menudo seguido de una gran explosión y el consiguiente incendio. Los carteles que habían tratado de prevenir un desastre eran los que incitaban a ese desastre.
Así es como creo yo que la palabra ‘coronavirus’ está determinando el comportamiento de mucha gente. Un término que incluye la palabra corona, que en la mayoría de los ámbitos de la vida tiene una connotación positiva, es difícil identificarlo con algo que nos pueda hacer mal. Y por eso creo yo que existe esa tendencia en muchas personas a relajarse, a pesar de la peligrosidad de esta enfermedad. La estulticia hace el resto. Como decían los romanos, desipere est iuris gentium.
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