Día 24
Cuando desperté esta mañana, tenía a Raskolnikov en la cabeza. Quiero decir, que me desperté pensando en él. Me tenía intrigado el momento clave de la novela, estamos hablando, por supuesto, de Crimen y Castigo. Se trata del momento en el que el protagonista experimenta lo que se llama anagnórisis, o sea el descubrimiento de algo clave para lo que vendrá después. En este caso, el darse cuenta de que lo que ha hecho con las dos pobres ancianas es un crimen. y nada más que eso.
Un momento increíble, ese de la anagnórisis. y no hablo solo en esta y otras novelas; hablo de lo que supone la anagnórisis o cualquier tipo de revelación que nos ocurra en nuestras vidas. No sé si fuera de la literatura también se le llamará anagnórisis, pero seguro que todos hemos tenido al menos una vez en la vida en la que hemos sentido una especie de iluminación, a menudo por el descubrimiento de algo a través de la lectura, que ha cambiado toda nuestra manera, si no de ver el mundo sí de enfocar determinados asuntos.
A todo aquel que haya realizado alguna vez algún ejercicio serio de introspección le sonará lo que estoy diciendo. Cuando uno reflexiona sobre sí mismo, tratando de entender algún comportamiento o reacción que ha tenido o está teniendo, sucede a menudo que de repente se descubre un aspecto clave que explica muchas cosas. A raíz de esto, uno se entiende mucho mejor a sí mismo, y el pasado cobra más sentido.
Recuerdo más de una ocasión en que, entregándome a tales comeduras de coco, como vulgarmente se suele decir, sentí de repente una especie de estremecimiento, la constatación de haber hecho un descubrimiento de capital importancia. Y no ya por el ejercicio de la razón, que también, si no como una constatación cuasi-involuntaria surgida quién sabe de dónde.
En cierto modo, me recuerda al arrobamiento del que hablaba Nietzsche. El arrobamiento en Nietzsche, si yo lo entendí bien, se refiere al momento de éxtasis provocado por el descubrimiento de una verdad, o de un pensamiento clave, o de la resolución de un problema. Sería algo así como el éxtasis del conocimiento. Y es verdad que, cuando descubrimos algo, cuando resolvemos un problema que se presentaba arduo y difícil, tendemos a sentir ese éxtasis, ese orgullo de nosotros mismos, al cual pocas otras cosas se pueden comparar. Es la alegría pura, incondicional.
No ocupa lugar el saber, decían nuestros mayores. El arrobamiento nietzscheano demuestra que no solo es que no ocupe lugar, sino que es fuente de felicidad. También es verdad que se dice que el ignorante es más feliz que el sabio, y que el que sabe mucho tiende a preocuparse. Y es que tal vez ese sea el contrapunto de la sabiduría. Puede que la sabiduría sea un estado de preocupación interrumpido por momentos de arrobamiento.
Tenemos, pues, aquí dos términos muy relacionados, la anagnórisis y el arrobamiento. Una diferencia importante, a nivel terminológico, es que mientras la primera nos ha llegado de manera prácticamente directa desde el griego, la segunda corresponde a la traducción que del término alemán Entzükung (o algo así) se ha venido haciendo. A mí personalmente me resulta mucho más transparente el primer término, probablemente porque reconocemos la raíz gnor-, relacionada con el conocimiento y que usamos en otras palabras.
Es evidente que en cualquier caso hay una diferencia sustancial entre los dos términos, ya que la anagnórisis, aunque apunta hacia una elevación, a través del prefijo ana-, no implica un estado de exultación, como sí hace el término arrobamiento. Es decir, la anagnórisis, aunque puede, y de hecho creo que a menudo lo hace, llevar a la alegría, puede ser también motivo de lo opuesto.
No hay más que pensar, de nuevo, en Raskolnikov. Cuando él, cargado de razón hasta ese momento, se da cuenta del carácter pérfido de su acción, no experimenta ninguna exultación. Muy al contrario, su descubrimiento acabará derivando en su entrega voluntaria a las autoridades.
Así que mi dostoievskiano despertar me ha llevado de la anagnórisis al arrobamiento y de vuelta a la primera. Qué compleja es la mente humana y cómo se puede enzarzar en elucubraciones aparentemente fútiles. Pero yo no me quejo; gracias a Dostoievski, a su Raskolnikov y a la anagnórisis que lo crio he podido viajar, mentalmente eso sí, en unas pocas horas desde San Petersburgo hasta la antigua Grecia, pasando por la Alemania prusiana.
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