Día 22
Claudio despertó sobresaltado. Lo que parecía haber sido un portazo descomunal lo saco del más profundo de sus sueños, ahora que por fin había conseguido hacer las paces con Orfeo. Había estado despierto hasta cerca de las 3 de la mañana, por culpa, como tantas veces, de los cánticos nazis que profería su vecino del segundo.
Una hora más o menos, calculaba Claudio que había podido dormir. Esta noche había sido de las peores. Se había acostado poco antes de medianoche y nada más meterse en la cama su vecino había empezado con su ritual. Se ponía vídeos, o audios, discursos de Hitler a todo meter, organizando un escándalo infumable, no solo ya con los gritos del Führer sino con la histeria enfervorizada de las masas que le escuchaban. parecía que estuvieran allí mismo.
A todo esto, había que unirle los propios gritos que descerrajaba su infame vecino, enfermo mental, por supuesto. Porque había que estar enfermo para tener un comportamiento como ese. Por si todo fuera poco, acompañaba su febril desvarío con músicas varias, también de marcado carácter nazi, que ponía a todo volumen. La vida en esa comunidad de vecinos se había convertido en un auténtico infierno.
Resonaron esa noche los cánticos e himnos nazistoides hasta cerca de las cinco de la mañana. Claudio durmió hasta casi las doce del mediodía, agradecido de que se tratara de la madrugada del sábado al domingo, con lo cual no tenía que levantarse pronto. Se imaginaba las caras ojerosas de las vecinas, la mayor parte septuagenarias u octogenarias, del edificio. A esa edad, no importa si te has dormido a tu hora habitual o te han tenido en vela toda la noche; tú te despiertas pronto, y, si no has conseguido pegar ojo, eso que arrastras durante todo el día.
Empezó todo justo después de las fiestas de Navidad. El piso segundo izquierda de la comunidad de vecinos, que llevaba abandonado por su dueña desde hacía varios años, de repente vio llegar al indeseado inquilino. No era otro que el hijo de la dueña, del cual nadie se acordaba. De hecho, nadie tenía motivos para sospechar que fuera a ser alguien problemático. Verdad que vestía con cazadora de cuero negro y tachuelas y llevaba siempre de la correa un dóberman con cara de malas pulgas. Pero nada de ello era motivo real para imaginar que se fuera a convertir en un vecino tan despreciable.
No habían pasado ni cuatro días de su llegada al edificio, que empezó con sus serenatas nocturnas. Al principio los vecinos, Claudio el primero, se acercaron amablemente a él para pedirle que por favor bajara el volumen de sus actividades, sin realmente atreverse a echarle en cara el contenido de las mismas. Lo que no esperaba nadie era la reacción violenta que se encontraron. A algunos incluso los amenazó con echarles el perro encima. Tenía a los vecinos totalmente acobardados.
Todos estaban de acuerdo en que, de seguir así las cosas, sería necesario llamar a la policía. Sin embargo, por respeto a la madre de nuevo inquilino, acordaron que sería mejor ponerse en contacto con ella primero y explicarle la situación. El resultado no fue muy halagüeño, ya que a Puri, así se llamaba la dueña del piso, el asunto la tenía tan desbordada como a todos. Según ella, su hijo, con quien no se hablaba, se había metido en plan ocupa en el piso. Les pidió, eso sí, que por favor no llamaran a la policía; le daba mucha vergüenza. Ella se comprometía a llamar a Alfonso, su hijo, y tratar de hacerle entrar en razón.
El caso es que pasaron los días, las semanas, incluso los meses; hacía ya cuatro que había llegado Alfonso al edificio, y la situación estaba estancada. Bueno, peor que estancada, porque cada semana que pasaba, con dos o tres sesiones nocturnas como la ya descrita, iba añadiendo más estrés y fatiga a los ya cansados vecinos. Por no hablar de lo violento que resultaba cruzarse con él y su perro. Los más timoratos intentaban esconderse, tal era el pavor que le habían cogido al fascistoide elemento.
Nueve días después del episodio del portazo, Claudio cayó en la cuenta de que había estado muy callado Alfonso últimamente. Muy callado, no: desaparecido. Ni se le había oído desde entonces ni se le había visto por el portal. ¿Se habría ido de vacaciones? Pero ¿dónde iba a ir de vacaciones un trozo de carne con ojos como ese? Bueno, seguro que había convenciones de fascistas en alguna parte del mundo. Mientras no se supiera de él, lo mejor que podían hacer todos era disfrutar de la inesperada tranquilidad.
Al pasar por el rellano del segundo (siempre bajaba por las escaleras y subía por el ascensor), Claudio notó un olor a pie realmente desagradable. Un olor que la acompañó todo el trayecto hasta el supermercado al que se había acercado a comprar unas cervezas. A la vuelta, se encontró con la policía dentro del portal. Un agente le decía a otro: ‘Sube y entra tú, que yo acabo desayunar’. Poco después, sacaban lo que quedaba del cadáver de Alfonso; el resto se lo había comido el perro, al que hubo que sacrificar in situ. El ruido que lo había despertado aquella noche no había sido un portazo.
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