Día 19
Cenando con su madre y su hermana, Felipe pensaba en cómo se las podría apañar para hacer la lectura que le habían encargado para el lunes. Estaba realizando un máster en literatura española en Filadelfia, y su madre y su hermana habían venido a visitarlo desde España, coincidiendo con las vacaciones de Semana Santa allí. Para una de sus clases, le acababan de pedir esa misma tarde que para el lunes tuviera leída la obra Cárcel de Amor de Diego de San Pedro, una deliciosa novela sentimental de 1492, año en que pasaron más cosas que la llegada de Colón a América y la conquista de Granada.
Una obra deliciosa, sí, pero cómo iba a poder leerla antes del lunes si los únicos tres ejemplares disponibles en la biblioteca ya los habían sacado sus compañeros. Y una obra como esa no se encontraba en la librería de la universidad, ni se iba tampoco él a gastar el dinero en comprarla. Sin embargo, decidió no agobiarse. Tenía un fin de semana por delante que disfrutar con su familia y no podía dejar que algo que estaba fuera de su alcance se lo estropeara.
A lo sumo, estaría un poco preocupado; eso sí. Su sentido del deber era muy fuerte y no podía olvidarse sin más de algo que sabía que tenía que hacer y con lo que no iba a poder cumplir. Pero se sentía en condiciones de controlar sus impulsos de cumplir con el deber a toda costa. De hecho, y esto era algo que lo sorprendía, se sentía muy sereno, muy confiado, como si ese contratiempo no fuera tal. Como si la divina providencia se fuera a encargar de solucionarle la papeleta
Realizar un máster en Estados Unidos siempre había sido una de sus ilusiones. Y por fin lo estaba consiguiendo. Era tan solo el segundo de los cuatro semestres que habría de cursar y hasta la fecha todas sus asignaturas las había aprobado con la máxima calificación. La asignatura para la cual tenía que leer la obra de San Pedro tenía una lista de lectura de más de 100 obras. Por una que no pudiera leer, no habría de afectarle negativamente en la calificación final, aunque no podría participar activamente en el debate que se suscitara en clase, lo cual le fastidiaba.
Era además la primera vez que lo visitaban desde que llegó a Estados Unidos, hacía ya medio año. Y no eran cualesquier visitantes, si no que eran nada menos que su madre y su hermana, a las que siempre se había sentido muy unido, y a las que quería agasajar durante su estancia en Filadelfia. Además, se iban a quedar poco tiempo, menos de una semana, y quería disfrutar de su compañía y hacerles a ellas disfrutar de su visita.
No es que dispusiera de grandes recursos económicos para hacer muchos planes, y por supuesto nada faraónico. Pero para el fin de semana ya había organizado un viaje a Baltimore, de las pocas ciudades que a su madre le sonaban de los Estados Unidos, de escucharla en películas de las que ponían en la televisión después de comer. Baltimore se encontraba a poco más de 2 horas de Filadelfia, lo que era una distancia prudencial para un viaje de ida y vuelta en el mismo día.
Tenía reservado un coche en una agencia de alquiler local, el cual recogería después de cenar para tenerlo listo a primera hora de la mañana, cuando partirían hacia Baltimore. De esa manera, retornando el vehículo a la vuelta de su viaje, tendría tan solo que pagar el alquiler de un día. Eso sí, un coche de lo más sencillito, y con el seguro básico; que en cuanto se empezaban a añadir extras, el precio se disparaba.
En poco más de 2 horas se presentaron en Baltimore. Felipe detestaba entrar en las ciudades americanas en busca de aparcamiento. Lo terminaron dejando en un parking lot, de esos que abundan en el país, como lo solía llamar su hermana, de las hamburguesas y el hot dog, al aire libre y con una garita de entrada habitada por un encargado al cual no le gustaría a uno encontrarse a solas en una noche oscura. Siguiente destino, una cafetería para reponer fuerzas con un café y un trozo de tarta.
No sabía muy bien Felipe dónde podría encontrar una, pero una cosa buena de las ciudades estadounidenses es que, cada pocas manzanas, en el centro de la ciudad se encuentra una cafetería/ librería de segunda mano, establecimientos muy del gusto de los urbanitas americanos. Y así fue, no habían andado ni 10 minutos cuando vislumbraron un cartel que rezaba Coffee Shop/Second Hand Book Store.
Antes de pedir, una vez hubieron encontrado una mesita baja con tres butacas donde sentarse, Felipe subió a la segunda planta para echar un vistazo a los libros de segunda mano. Era una de sus actividades favoritas. A menudo encontraba chollos por un dólar o incluso 50 céntimos. Caminando por la sala, vio, en un estante prácticamente vacío, a unos 4 metros de distancia, un libro de color naranja. Como atraído por un canto de sirena, Felipe se dirigió hacia él. Según se acercaba, iba pensando que tenía todo el aspecto de un libro de la editorial Castalia. Efectivamente, era un libro de Castalia. Y no solo eso, sino que allí, en un rincón del mundo, paciente y amantísimamente, le estaban esperando Diego de San Pedro y su Cárcel de Amor.
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