Día 9


Casemiro siempre fue flor tardía. Desde que aprendió a andar, no antes de los tres años de edad, cuando otros ya hablaban y él aún balbuceaba, hasta que terminó sus estudios universitarios, ya con treinta años, o encontró su primer trabajo, con treinta y cinco. Por no decir que vivió con sus padres hasta casi los cuarenta, cuando por fin se mudó. Bueno, lo mudaron, pues sus padres, ya muy mayores, murieron con un intervalo de tres meses y tuvo que dejar el piso al estar de alquiler y no querer los dueños renovárselo a precio de renta antigua. 
Una cosa era ser flor tardía, sí, pero otra cosa era ser virgen a los casi 60 años. Le quedaban sólo cinco años para jubilarse y no estaba dispuesto a ser clase pasiva sin haber antes sido activo sexualmente. Nunca le había preocupado demasiado el tema, pero en los últimos meses había empezado a obsesionarse con el asusto. Necesitaba superar esa barrera, sentirse realizado como hombre. Y lo de pagar por sexo no estaba en sus planes. Qué dirían sus difuntos padres. Le constaba que algunos de sus conocidos lo hacían, tanto solteros como casados, pero él no podía evitar sentir una cierta repulsión hacia la idea. Bueno, en realidad era miedo, porque Casemiro siempre fue bastante miedica, pero él no se iba a reconocer eso a sí mismo. 
A su lado, bueno, unos dos metros a su derecha, estaba sentada la causa de ese súbito despertar de la libido. Se trataba de Matilde, la nueva compañera de trabajo que había llegado hacía cinco meses, ocupando el puesto de Flora, la anterior contable auxiliar, de baja indefinida por problemas óseos. Como cada día desde que Matilde se incorporó a la oficina, Casemiro trabajaba con la mirada fija en sus papeles, sin atreverse casi a mirarla. Matilde era una chica menuda, poco agraciada de cara, pero con algo que a Casemiro le resultaba irresistiblemente atractivo. No sabía muy bien decir de qué se trataba exactamente, pero cada vez que la miraba, eso sí siempre con el rabillo del ojo, sentía algo que nunca antes había sentido, un fuego que le subía desde el vientre hasta los ojos, y que no conseguía descifrar si era amor o excitación sexual.  
Renegaba de la educación recibida en los escolapios. La represión sexual a la que le sometieron, en esas clases solo de chicos, con los curas con sus largas sotanas negras como maestros, siempre amenazándolos con que el infierno les consumiría sí tenían pensamientos impuros. Casemiro, siempre tan cándido e inocente, se creía a pies juntillas todo lo que le decían los curas, y no se atrevía a sentir el menor apetito sexual. ¿Cómo era eso de no atreverse a sentir? ¿puede uno realmente no atreverse a sentir? Si los sentimientos son algo que aflora, no es algo que podamos controlar. Sin embargo, la educación rancia impartida por los padres escolapios consiguió que Casemiro, y quién sabe si alguno más, fuera capaz de controlar los sentimientos, de domar sus bajas pasiones, de manera racional, para evitar las llamas del infierno.  
Estaba un día Casemiro sentado, hacia el final de la jornada de trabajo, cuando ya no quedaba casi nadie más en la oficina que Matilde y él, como de costumbre. Casemiro sufría, como solía, no atreviéndose a mirarla, simplemente intercambiando alguna trivialidad. Y es que algo le decía que Matilde también tenía sentimientos hacia él. ¿Por qué se quedaba, si no, cada día la última con él? Ella se iba a eso de las 6 de la tarde, y Casemiro se iba unos 5 minutos después. En realidad, él podría terminar su jornada a las 5 como todo el mundo, pero esa hora extra era el momento íntimo de los dos, aunque apenas se dirigieran la palabra, aunque apenas se miraran.  
No estaba dispuesto Casemiro a que esa fuera una tarde como otra cualquiera. Necesitaba mover ficha, necesitaba dar un paso al frente. A eso de las seis menos diez, es decir un poco antes de que Matilde se dispusiera a dejar su puesto de trabajo, Casemiro se levantó, se dirigió al otro extremo de la oficina, no realmente para nada, sino para coger valor, y al volver a su mesa y pasar al lado de Matilde le dijo: “bueno, ya te queda poco para irte. Ahora a disfrutar del resto del día. Ella alzó su mirada, difícil decir si sorprendida o asustada, y esbozó una sonrisa, una sonrisa angelical, le pareció a Casemiro. 
Tal fue el anonadamiento de Casemiro con la sonrisa de Matilde, que se quedó petrificado en el sitio, junto a la mesa de su compañera. No podía andar, no quería andar, quería seguir viendo esa sonrisa, que se le había ocultado hasta la tarde de hoy. Una sonrisa que ni siquiera había sido capaz de imaginar que pudiera existir. Así permaneció durante ¿diez segundos? ¿un minuto? El caso es que cuando se quiso dar cuenta ya estaba otra vez sentado en su mesa y Matilde levantándose para salir. 
Estuvo tentado de levantarse e ir hacia ella, agarrarla por un brazo y voltearla, como en las películas. Pero claro, sabía que él no sería capaz de hacer nada así. ¿Qué iba a hacer? ¿darle un beso de tornillo? Lo más probable era que, si lo intentaba, se hiciera pis en los pantalones. Por el amor de Dios, tenía casi 60 años ¿cómo iba a hacer algo así? Tenía qué pensar muy cuidadosamente cómo proceder a partir de ese momento. 
No hace falta decir que esa noche Casemiro soñó con la sonrisa de Matilde. Y no le hizo falta soñar siquiera que era capaz de hacer algo más, de hacer aquello que hubiera deseado por la tarde y no se atrevió. Simplemente soñar con su sonrisa era suficiente. Una sonrisa que no había existido hasta esa tarde, y que, a partir de ahora, iluminaría los sueños de Casemiro cada noche.  
Al día siguiente, Casemiro acudió a la oficina con una alegría dentro de él, con una energía, que nunca antes había experimentado. No sabía, de hecho, cómo iba a reaccionar al volver a ver a Matilde. Tampoco sabía cómo reaccionaría ella. ¿Volvería a sonreírle esa tarde? Igual hasta le sonreía cuando lo viera aparecer por la puerta esa mañana. Ella siempre llegaba al trabajo antes que él. Siempre, matemática, exacta como un reloj suizo. Cuando él llegaba, ella ya estaba tecleando en su ordenador. Sí, siempre, menos esa mañana 

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