Día 8

Catalina Karilenka se puso cómoda en el sofá. Lejos quedaban los pensamientos de tantas cosas que había pasado. Parecía incluso mentira, ahora con la distancia, que todo aquello hubiera podido suceder en algún momento. Medio tumbada ahora, en el sofá, con la chimenea ardiendo cerca de ella, parecía que la única posible realidad fuera el confort y el bienestar; que no fuera posible en este mundo vivir las cosas que ella había vivido. No, todo eso tenía que ser un sueño, un mal sueño. 
Un día, hacía ya mucho tiempo, ¿6, 7 años? Catalina llegó a España, después de casi una semana viajando en autobús. Desde su ciudad natal, la antigua Stalingrado, nombre por el que la recuerda casi todo el mundo, a quién le importa su nombre actual. Llego cansada, sudorosa. Necesitada de un buen baño; sí definitivamente, no le esperaban grandes comodidades ni una vida para nada de lujo. Pero daba igual; lo importante es que había escapado del infierno. Nada aquí podría ser peor ¿o sí? 
Al bajar del autobús sintió, en cualquier caso, que estaba en un mundo distinto. La gente por la calle parecía feliz. Mucha gente pobre, sí, pobre pero feliz. Cuando salió de la estación de autobuses ya empezó a ver gente más normal, pero también igualmente feliz. ¿Por qué estaban todos tan felices? En su país, en su ciudad, no digamos en su barrio, esas caras de felicidad eran algo imposible de imaginar. Cierto es que los rusos tienen fama de ser más bien serios en su relación con los demás. No hay motivo para reírse de nada. Pero es que esa seriedad, esa tristeza, se le había metido a Catalina hasta los huesos. Y era algo de lo que ni ella misma se había dado cuenta hasta llegar a España. 
Resultaba cuanto menos chocante ese contraste. Chocante, sí, pero edificante. Solo por descubrir esta realidad distinta a todo lo que ella había conocido hasta el momento, había merecido la pena esa semana de fatigoso viaje. Esa semana con el corazón en un puño. Sintiendo que en cualquier aduana le podrían decir que se bajara y se volviera a su casa. Le habían prometido al comprar los billetes que no sería así. Tenía derecho a pasar tres meses como turista en cualquier país de la Unión Europea. Pero es que precisamente eso, La Unión Europea, resultaba una utopía de tal magnitud, que no podía ser, no podía ser que su sueño se volviera realidad. 
Empezó a vivir una vida que para muchos habría podido ser considerada cuanto menos como no deseable. Pero a Catalina le daba igual. Ella vivía en una permanente nebulosa, que le impedía sentir ni padecer. Bastante felicidad era ya poder caminar por la calle, sin miedo a que le pudiera pasar algo, como le sucedía en su ciudad natal. Sí tenía que hacer cosas que a otras mujeres les hubiera resultado imposible de hacer para ganarse la vida, pues las hacía. No se iba a andar con remilgos a estas alturas de su vida. Lo que importaba era, sobre todo, la seguridad. Era joven todavía. Lo importante era mantenerse a flote ahora. Paciencia y las cosas se irían arreglando. Pero claro, para que las cosas se arreglen tiene uno que estar vivo, y eso, en su país, en su ciudad, le parecía a ella que era difícil.  
No importaba lo que dijeran de ella. No había venido a España a hacer amigos. Había venido a sobrevivir. Si al principio no a vivir como tal, sí a sobrevivir. Y así transcurrieron los primeros años, sin pena ni gloria, pero contagiada por esa felicidad que irradiaban los españoles. Cierto es que a medida que pasaba el tiempo, esa sorpresa que le causó dicha felicidad al bajar del autobús se fue mitigando. Se fue convirtiendo en algo normal, en algo que ya no destacaba. Era como tenía que ser. Fue por ahí, por esa época, cuando llevaba ya unos tres años en España, que empezó a sentir que lo que no era normal era lo que ella había vivido en su tierra de origen. En cierta manera, le empezó a parecer una especie de sueño, como algo que no hubiera vivido nunca. Definitivamente, Catalina Karilenka estaba cambiando. 
Tampoco es que hubiera desconectado por completo con su vida en Rusia, con sus amistades, con sus familiares. No se podía decir que estuviera constantemente en contacto con ellos, pero sí que de vez en cuando se mensajeaba con alguna de sus amigas, y menos frecuentemente con alguien de su familia. Pero en realidad no sentía una gran necesidad de estar en contacto con la gente que había dejado atrás. Era como si aquello hubiera formado parte de otro momento de su vida. Ella no estaba llamada a pasar su vida en Rusia. No sabía si en España o en otro sitio. Pero tenía muy claro que a Rusia no pensaba volver. 
Era precisamente esa certeza que tenía de que no quería regresar a su tierra lo que a menudo la angustiaba. No la certeza en sí, sino el que por algún motivo algún día la echaran de España y tuviera que volver a Rusia. Eso sí que sería un drama para ella. Probablemente no sería capaz de superarlo. Y es que no hay nada más angustioso que el saberse expuesto a aquello que uno teme. ¿No es ello sino un recordatorio de lo que supone, para todos, la muerte? 
No siempre había sido su vida en España tan incierta. Al principio  ¿la suerte del principiante?  se dieron una serie de circunstancias que le hicieron conseguir la residencia temporal, a través de los cursos que recibía por medio de las asociaciones de ayuda a los refugiados e inmigrantes. Pero aquello terminó, y con ello terminaron también sus papeles, y se convirtió en otra ilegal, una ilegal más en las calles de Madrid. Y la vida empezó a ser menos bonita. Fue el momento de apretar los dientes y esperar mejores tiempos, pero siempre allí, lejos de su tierra. 
Ahora, casi siete años después de su llegada a España, Catalina, tumbada en el sofá, observando la leña arder en la chimenea y escuchando la lluvia en el jardín, había perdido el miedo. Ya nadie podía deportarla – ¡ah, esa infame palabra que durante años la torturó!  y su vida en España se había convertido en algo que no es que hubiera realmente esperado, pero que estaba encantada de aceptar. Si, efectivamente, paciencia y las cosas se fueron arreglando. 

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