Día 5

Cuentan que Pablo Neruda se puso su nombre de pila en honor a Sarasate, al cual admiraba. Es interesante cómo el enterarse de determinadas cuestiones de la vida hacen que la vida propia de uno de repente adquiera mucha más riqueza. Cuando yo supe esto, conocía muy bien la obra de Pablo Neruda, entre otras cosas lo había estudiado en el Máster. Sin embargo, no estaba muy familiarizado ni con la persona ni con la obra de Pablo Sarasate. Por supuesto, no pude evitar indagar un poco en ambas cosas. De repente, a mi vida se le añadió otro píxel. 
Un día, cuidando un examen de selectividad, me lo comentó una colega musicóloga, especialista en Pablo Sarasate. Bueno, creo que me lo contó ella, aunque igual lo leí luego en otro sitio. Lo que sí que recuerdo es que ella me hizo descubrir el mundo de Pablo Sarasate, hablándome de él mientras cuidábamos el examen. Qué razón tenía Ortega cuando hablaba de la fenomenología. Me acuerdo de su capítulo llamado ‘Unas gotas de fenomenología, donde en una habitación se hallaba moribundo un hombre, y Ortega nos muestra como la misma situación es percibida de distintas maneras por la viuda del moribundo, para quien es una desgracia lo que está ocurriendo, por el médico que atiende al paciente, muy involucrado en lo que está sucediendo, pues de su pericia depende la vida o la muerte del personaje principal de la escena, y por último, un pintor de la escena, el más alejado de todos sentimentalmente, y para quien la misma muerte devastadora para la mujer y preocupante para el medico no es más que una realidad que pintar. 
Análoga a esta escena descrita por Ortega me parece a mí ahora, en retrospectiva, la que viví yo con mi colega mientras cuidábamos del examen y hablábamos - bueno me hablaba - de Sarasate. Se estaba desarrollando un examen en esa sala, un examen del que dependía el futuro profesional de los estudiantes que lo estaban haciendo. La misma situación, sin embargo, tenía un efecto muy distinto sobre nosotros, quienes, mientras vigilábamos, nos enfrascábamos en las aventuras del virtuoso violinista español. 
Realmente supe que se trataba de un virtuoso más tarde, cuando me interesé por la figura, la gigante figura de este monstruo de las artes escénicas. Me acuerdo perfectamente de que, cuando leí sobre Pablo Sarasate y aprendí lo importante que había sido en su tiempo, me pregunté cómo era posible que nunca hubiera realmente oído hablar de él. Sí, bueno, el nombre me resultaba familiar. Sabía que era músico. Pero que alguien de tal magnitud en su tiempo, una figura de renombre mundial, hubiera sido algo tan pequeñito para mí hasta ese momento, me resultaba hasta inquietante. 
El caso es que no puedo dejar de pensar en este tipo de situaciones en las que, sin pensarlo, y sin poder anticiparlo, de repente, por un encuentro fortuito, y sin que realmente pase nada, la vida de uno cambia en cierto modo de manera sustancial. Su experiencia vital se vuelve más rica, de repente se da uno cuenta de lo bonita que es la vida, no es solamente levantarse, hacer lo de siempre y volver a acostarse. La vida está llena de pequeños detalles que desconocemos y que alguien nos hace descubrir. Ese descubrimiento, una suerte de anagnórisis, no como la de Rashkólnikov en Crimen y Castigo, pero tampoco muy alejada, puede tener un efecto bastante duradero. 
No puedo dejar también de recordar, hablando de estos momentos inesperados, de estas conversaciones casi fortuitas, el encuentro que tuve en un tren con un ilustre lingüista, volviendo de Lisboa a Madrid. Recuerdo que volvía yo solo, de regreso de un Congreso en la capital portuguesa, era el tren-hotel que une Lisboa con Madrid. A la ida me habían acompañado dos colegas, pero decidieron que el tren no era para ellas, así que decidieron regresar en avión. 
Tenía la intención de cenar algo rápido y luego acostarme para, si conciliaba el sueño rápidamente y podía dormir de un tirón, encontrarme en Madrid sin casi darme cuenta. Así pues, me dirigí al vagón restaurante en el primer turno, creo recordar que el de las 8, y al entrar en el vi de pie a una figura que me resultaba vagamente familiar. Me di cuenta de que se trataba de un lingüista que había asistido el mismo Congreso que yo; un australiano ya bastante mayorcito, unos 70 y tantos u 80 años, que por supuesto no había reparado en mí durante el congreso. Así que me acerqué y me presenté. 
Efectivamente, este hombre no me conocía de nada. Yo le expliqué que habíamos estado juntos en el congreso y que incluso había ido a escuchar su charla. Probablemente esto último no era verdad, pero pudiendo quedar bien, por qué no hacerlo. El caso es que, como los dos íbamos a cenar y estábamos solos, pues nos sentamos en la misma mesa y empezamos a charlar amigablemente. 
Nada más comenzar a hablar, ya tuve la sensación, creo no equivocarme si digo que tuvimos los dos la sensación, de que nos entendíamos perfectamente, a pesar de la diferencia de edad, siendo yo unos 40 años por lo menos más joven que él. Hablamos de todo, de cuestiones relacionadas con nuestra profesión, de anécdotas de viajes, sobre todo él, de familia, etcétera. Cayó una botella de vino durante la cena. A las 10 nos echaron porque ya venía el segundo turno, y nos quedamos los dos con tal sensación de querer seguir contándonos cosas, que nos emplazamos para el desayuno a la mañana siguiente. 
Así que unas horas después, allí estábamos los dos de nuevo puntuales a nuestra cita, para seguir hablando de lo humano y lo divino. Cuando nos quisimos dar cuenta, ya estábamos en Madrid. Al bajar del tren, nos despedimos muy cordialmente. Nunca más volvimos a hablar. Pero el poso que me quedo de ese encuentro, la riqueza que sobrevino a mi experiencia vital, es algo que se me quedara para siempre. Y es que esos encuentros, esos casuales y fortuitos encuentros, que uno no se espera, cómo te cambian la vida.  

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