Día 16
Cuando bajó del autobús que lo dejo a pies de los montes Urales, su corazón latía con fuerza de emoción. Carlos siempre había querido ir allí. Era difícil saber por qué. Un deseo irracional que había tenido desde pequeño, cuando vio fotos del lugar en un libro que tenía sus padres en el salón. Los montes Urales se habían convertido en un destino de ensueño para él, y el momento de realizar su sueño estaba llegando.
Un día, mientras planificaba sus vacaciones de Semana Santa, Carlos se dijo que un buen regalo que hacerse a sí mismo para celebrar su vigesimoquinto cumpleaños era pagarse un viaje a los Urales. Tenía dinero fresco que había ahorrado dando clases particulares durante el verano, incluso alguna que otra suelta de apoyo hasta la fecha. Nada más tomar esta decisión, su vida cobró un matiz mucho más emocionante. Iba a satisfacer un deseo frustrado hasta la fecha. Ya era hora de ponerle remedio.
Así que se dirigió a una agencia de viajes especializada en destinos de aventura, y compró un paquete de vuelo más autobús y excursiones durante una semana, coincidiendo con las vacaciones de Semana Santa. La parte baja de los Urales no está muy al norte, así que se podía esperar una climatología lo suficientemente decente como para poder explorar la zona. Además, si hacía frío, eso no era un problema para Carlos, chico aguerrido. Y los Urales tampoco eran muy altos, así que, si caía un poquito de nieve, pues tampoco iba a pasar nada.
Recogida su mochila del portaequipaje del autobús, se dirigió hacia donde todos los componentes de la excursión, unos 25, se agrupaban en torno a los dos guías locales que allí los esperaban. Ambos eran rusos, un chico y una chica jóvenes con muy buen dominio del español. Se notaba que estaban acostumbrados a recibir grupos de españoles.
Enseguida partieron hacia su primera excursión, no sin antes haber recibido pormenorizadas indicaciones y recomendaciones de cómo comportarse en los montes. Empezarían suave, haciendo lo que para muchos lugareños es su actividad favorita, pasear por los bosques más bajos, en busca de la flora y fauna local. A los rusos les encanta ir al bosque a coger bayas, y ese era uno de los objetivos del día: poner en práctica el famoso dicho de ‘dónde fueres haz lo que vieres’.
No le volvía especialmente loco este primer plan a Carlos. el cuerpo le pedía un poco más de aventura, pero era verdad que, para empezar, tal vez tenía sentido aclimatarse a la zona y luego ya harian excursiones un poco más exigentes. Sobre todo, estaba deseando que llegarán los días de las caminatas de más de 40 km, ideales para un senderista como él.
Tan pronto llegaron al bosque, se quedó prendado de todo lo que allí vio; su frondosidad, la variedad de la arboleda, la exuberancia de las bayas a ambos lados de los senderos. Sobre todo, le embriago el olor, un olor que diríase de bosque primigenio, y que lo transportaba a uno a otra época. Definitivamente, las primeras impresiones eran inmejorables. Pero, un poquito más de aventura...
Embriagado por la oleada de sensaciones que lo inundaban, Carlos se dijo que nadie se daría cuenta si se alejaba del grupo temporalmente y se adentraba un poco más en el bosque por su cuenta. Lo que más pereza le daba era tener que comentar cada cosa que veían con sus compañeros de grupo, así como escuchar las explicaciones que daban los guías, sin duda muy interesantes. Pero el ya se había empapado de todo eso a lo largo de su vida, desde que leyó aquellas primeras páginas en el salón de su casa.
Nadie remarcó su ausencia. Carlos se adentró por un sendero muy estrecho, confiando en que su experiencia como senderista lo volvería a llevar de nuevo al punto de partida, donde se volvería a encontrar con el resto del grupo al final de la jornada. Enseguida se alegró de la decisión tomada; el bosque se volvió mucho más salvaje y atractivo de repente. Las bayas, y todo tipo de frutas del bosque abundaban por doquier. Cuanto más se adentraba, más se intensificaba un increíble olor a miel, hacia el cual acudía inconsciente como las 10.000 moscas de la fábula.
Antes de poder darse cuenta de lo que estaba pasando, sintió un gran empujón en la espalda. Dándose la vuelta en el suelo, adonde había caído con gran estrépito, observó un enorme oso con cara de pocos amigos. El oso puso una pata sobre su pecho para inmovilizarlo, mostrando una inteligencia casi humana. Carlos con frecuencia se había preguntado cómo sería el momento de ser devorado por una fiera. ¿Se sentiría un dolor insoportable? ¿Se bloquearía el cuerpo para no sufrir? El primer contacto de las fauces del plantígrado con el cuello resultó en una sensación súbita de calor que lo inundó por completo. A partir de ahí, la nada.
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