Día 15
‘Cuenta la leyenda que en un árbol se encontraba encaramado un indiecito guaraní...’ Eso cantaba Julio Iglesias. Qué grande era Julio Iglesias; Julio Catedrales, como le llamaban algunos admiradores. Julio ¿dónde estás? ¡manifiéstate! ¡coño, Julio! ¡qué susto me has dado! ¡Era una manera de hablar!
Unái, como le gustaba a él, con acento, despertó de su sueño. Un sueño, como otros tantos, con cantantes de su época, cuando él era joven, allá por los 80 y 90. No es que fuera muy mayor ahora, tenía 52 años, pero la música ya no había vuelto a ser lo mismo. Igual soñaba con Julio Iglesias que con José Luis Perales (‘Y a su barco lo llamó, lalalá...’), con la Orquesta Mondragón o con la Orquesta Platería. ¡Qué tiempos aquellos!
Afortunadamente, toda esa música que había llenado su juventud de alegría retornaba con frecuencia a través de sus sueños. Parecía increíble, pero todos los días, mejor dicho, todas las noches, soñaba con algo relacionado con aquella época, y casi siempre con los cantantes y canciones de entonces.
Realmente curioso, sí. Pero lo que más asombraba al propio Unái, y lo que a la vez más le gustaba, era que esos sueños siempre se producían en clave de humor, como el que acababa de tener con Julio Iglesias. Lo especialmente chocante era que él no se consideraba una persona especialmente graciosa, ni siquiera alegre. Bueno, ni él se consideraba a sí mismo, ni nadie más lo consideraba tampoco. Todos coincidían: Unái estaba dejando pasar su vida sin pena ni gloria.
Esa era la triste realidad de su vida; una vida que se reducía a su trabajo como cajero en un banco, con un horario cómodo, de 8:00 a 15.00, sin grandes ambiciones, pero también sin grandes responsabilidades. Y después del trabajo, vuelta a casa a comer en la soledad de su cocina. Y a dejar pasar la tarde, viendo un poco de tele, o mirando las noticias en el Internet, para finalmente acostarse pronto, a eso de las 22.00, que al día siguiente hay que madrugar.
Ni siquiera los fines de semana cambiaba mucho su rutina. A veces se tomaba una cerveza al final de la tarde, si había un partido interesante en la televisión. Pero ya cada vez ponían menos partidos en abierto, y él no se iba a gastar dinero en canales de pago. Y no es que le faltara el dinero, pues toda una vida con un sueldo modesto pero apañado y sin grandes gastos, habiendo heredado la casa de sus padres como hijo único, le había permitido tener una considerable suma de dinero ahorrada. Es probable incluso que, si cualquiera de estos días perdiera el trabajo, con el ritmo de vida que llevaba pudiera aguantar hasta la jubilación.
Tampoco estaba tan mal su vida, pensaba él. ‘Seguro que mucha gente daría un brazo por llevar la vida que yo llevo. Con la incertidumbre que hay en el mundo, por no hablar de la cantidad de degenerados que hay por ahí sueltos. Yo soy una persona cabal y sin problemas. De la salud, tampoco tengo quejas. En invierno no paso frío y en verano aguanto bien el calor ¿Quién no querría estar como yo?’
Era verdad que había quién apreciaba la vida de Unái, además de él mismo. Teresa, su compañera de trabajo, que llevaba varios años tirándole los tejos, era un claro ejemplo. Se habían liado más de una vez, varias, de hecho; eso sí, nunca quedándose el uno a dormir en casa del otro, que por la mañana hay que madrugar, y las noches de pasión las carga el diablo. Y los fines de semana, son para descansar.
No servían de nada las insinuaciones de Teresa para que dieran un paso adelante. Ella estaba claramente decidida a vivir con él, incluso a casarse. Pero, aunque era de una familia tradicional, estaría dispuesta a vivir amancebada, si él no era partidario del matrimonio. Pero Unái veía en todo eso un gran problema, por no mencionar las insinuaciones que Teresa hacía de vez en cuando de que le gustaría adoptar un hijo. ¡Un hijo! La responsabilidad que eso conlleva ¿Y si uno de ellos, por no decir ya los dos, perdiera el trabajo? ¿Qué pasaría? ¿Qué futuro tendría esa criatura?
Así que ni hablar, de casarse nada. Y de vivir juntos, tampoco. Cada uno en su casa, y Dios en la de todos. Teresa llevaba ya varios meses enfurruñada con él, casi sin hablarle, a modo de presión, a ver si así lo hacía reflexionar. Pero era inútil. Ni ella ni nadie sabía la gran arma de que disponía Unái para blindarse ante cualquier amenaza del exterior. Y es que cada noche, al meterse en la cama, cerraba los ojos y esbozaba una sonrisa preparándose para reencontrarse con sus ídolos de juventud.
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