Día 13
Cada día de la cuarentena había sido un reto. 85 años y contando, a pesar de las dificultades. El maldito virus, el maldito coronavirus, había intentado liquidarlo no una sino dos veces, y, a pesar de su edad, a pesar de su débil estado de salud consecuencia de las dos embestidas, había conseguido superarlo. Era un caso digno de estudio, una heroicidad, algo equivalente a las hazañas de Rassmusen en el Polo Norte. Todos nos sentíamos muy orgullosos de él. Nos hacía sentir casi invencibles.
Una cuarentena que habían anunciado de dos semanas y finalmente duró más de dos meses. Fue todo durísimo. Las últimas 3 semanas ya no permitían prácticamente ni salir a comprar comida. Solamente se permitía salir en días específicos, según la calle en la que viviera cada uno, y nunca más de una vez por semana. Esto resultaba durísimo para una familia como la nuestra, de 6 miembros, mi mujer y yo, nuestras 3 niñas y el abuelo, nuestro héroe.
Al principio todo el mundo hacía alarde de solidaridad. Quien más quien menos estaba dispuesto a ayudar al prójimo, a hacer todo lo posible porque la humanidad saliera a flote. Cuando las cosas empezaron a torcerse, la solidaridad menguó; ya cada uno fue más a lo suyo, mirando a los de al lado con recelo. Cuando ya no estaba tan claro que iba a haber comida para todos, cada uno se aseguraba de tener lo indispensable, y más, para sí y para los suyos, y los demás ya eran más un estorbo que potenciales víctimas necesitadas de nuestra ayuda, como había sido en un principio.
Rondaba la segunda semana de confinamiento. Todo había ido muy bien hasta entonces. Una mañana, sin embargo, el abuelo se levantó con una tos seca que a nadie le dio buena espina. Tozudo como era, insistió en que no era más que un resfriado, que a él ese bicho no lo iba a pillar. El bicho tal vez no lo pillo a él, pero lo que sí que es seguro es que él pillo el bicho, y dos días después ya estaba en el hospital, en la unidad de cuidados intensivos. Como ocurrió con tanta gente, lo más duro para los familiares era el no poder acompañarlo.
En el hospital nos decían que no nos preocupáramos demasiado, que no tenía un cuadro muy severo, a pesar de la edad. Era verdad que siempre había gozado de muy buena salud, pero se oían noticias tan espeluznantes sobre los efectos devastadores de la enfermedad en las personas mayores, que estábamos todos atenazados por el pánico. En casa andábamos todos como alma en pena; no era sólo la preocupación por el abuelo, era también que se le echaba de menos en la casa. Nuestras niñas habían vivido toda su vida con su abuelo, no sabían lo que era estar en casa sin él. Andaban perdidas.
No habían pasado más de tres días desde el ingreso en el hospital, cuando nos dieron la buena noticia de que el abuelo estaba fuera de cualquier tipo de peligro. Menos de una semana después, ya estaba perfectamente recuperado. Terminó de guardar la cuarentena preceptiva en el hospital y nos lo devolvieron vivito y coleando. Es difícil expresar la alegría contenida con la que todos los recibimos en casa. Su hija, o sea mi mujer, sus nietas, todas lloraban como Magdalenas y se abrazaban, amenazando con tirarlo al suelo, lo que no había conseguido el coronavirus.
Todos pensábamos que habíamos tenido una inmensa suerte, aunque el abuelo parecía no darle mayor importancia. Era parte de su carácter, esa flema que le impedía reconocer que había estado a punto de irse al otro barrio. Muy al contrario, se jactaba de decir que nunca había temido por su vida, que un virus malnacido no iba a poder con él, que se las había visto en otras mucho peores a lo largo de su vida. Definitivamente, la alegría de la casa había vuelto para hacernos a todos un poco más llevadera la cuarentena.
En los días siguientes a la vuelta a casa del abuelo, comenzaron los momentos más duros de la cuarentena. El Ejército, la policía, la Guardia Civil, todas las fuerzas de seguridad del Estado vigilaban férreamente que nadie se saltar las reglas. Las multas eran durísimas, el riesgo de ir a prisión, cierto. Por si esto no fuera suficiente, el abuelo tuvo una nueva crisis por coronavirus. Nos dijeron que, durante el primer episodio de coronavirus, los pulmones le quedaron algo debilitados. Por eso, este segundo ataque fue mucho más devastador. Una ambulancia vino a recogerlo y se lo llevó casi inconsciente, incapaz de llevar suficiente oxígeno a sus venas con su entrecortada respiración. Todos nos preparamos para lo peor. El destino había sido demasiado cruel, haciéndonos creer que lo peor había pasado, cuando en realidad estaba por venir. Si la anterior vez había habido desesperación, llantos, esta vez ya no quedaban fuerzas para ello. La sensación era más bien de incredulidad. Teníamos todos el corazón en un puño. Las noticias que nos llegaban desde el hospital no eran nada alentadoras. Nos preparábamos para lo peor. El abuelo, nuestro querido abuelo, nos iba a dejar para siempre. Pero nadie sabe ni cómo ni por qué, dos semanas y pico después, cuando parecía que estaba ya en las últimas, experimentó una súbita mejoría que permitió a los facultativos del hospital declararlo curado y enviárnoslo de nuevo a casa. Si en el primer regreso todo fueron alegrías y llanto, en esta ocasión ya no nos atrevíamos a mostrar toda la infinita felicidad que sentíamos por dentro, no fuera a ser que el destino se riera de nuevo de nosotros.
No hay mal que 100 años dure, reza el refrán. Y la cuarentena término, de forma gradual, pero terminó. Las terribles condiciones de las últimas semanas dejaron mella en muchos, y la crisis económica resultante que se avecinaba no permitía darse palmaditas en la espalda. Sin embargo, fue una gran liberación sentir que poco a poco podíamos volver a una vida normal. Y no solo eso, sino que, cuando nos habíamos vistos despojados de nuestro querido abuelo, el destino, en un golpe de tuerca caprichoso, nos lo había vuelto a devolver. Definitivamente, el futuro se mostraba halagüeño para nuestra familia.
Así que no estábamos preparados para lo que iba a suceder. Al día siguiente de decretarse el fin del confinamiento, saliendo del cuarto de baño y disponiéndose a bajar al salón, Torcuato, nuestro querido Torcuato, nuestro querido abuelo, tropezó, nadie sabe cómo, el caso es que bajó rodando todos los escalones que separaban las dos plantas de nuestra casa familiar. Había superado dos ataques del coronavirus, había derrotado al invasor no una, sino dos veces. y ahora, verlo ahí, en el suelo, con la cabeza abierta, desangrándose... Descanse en paz.
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