Día 11
Cuando la vida ahoga, cuando ya no hay salida por ninguna parte, cuando ronda la desesperación, es el momento de tomar medidas desesperadas. Eso pensó Remigio, y se puso manos a la obra. No fue una decisión difícil, por muy dura que fuera en principio. Lo pensó, lo decidió, y se puso manos a la obra. De hecho, resultó mucho más sencillo de lo que él hubiera pensado. Dos golpes en la cabeza y se acabó todo.
Una vez consumado el crimen, Remigio envolvió el cadáver con una alfombra, una gran alfombra de salón que encontró allí mismo, en casa del interfecto. Bajarlo hasta la calle sin que lo viera nadie no fue fácil. Tuvo que esperar a bien entrada la noche, cuando ya no se oía ningún ruido en el edificio. Tiró de las cuerdas con que había atado la alfombra, lo metió en el ascensor, lo arrastró por el vestíbulo de entrada del edificio, y lo llevó hasta su coche, que, por fortuna, se hallaba aparcado justo enfrente de la puerta.
Antes de todo esto, por supuesto, se había asegurado de borrar cualquier tipo de huella que hubiera podido quedar en la casa. El objeto contundente con el que le abrió la cabeza a la víctima, todo aquello que había tocado por la casa, el teléfono, un par de libros; sí, creía, estaba casi seguro de que no había dejado ningún rastro. Los vecinos, y los conocidos, si los tenía, tardarían algún tiempo todavía en echarlo de menos, y eso jugaba a su favor para llevar a cabo su plan.
Remigio conducía por las calles de la ciudad en la noche oscura, el cadáver en el maletero del coche. Tenía miedo de cruzarse con algún coche de policía, al que le pudiera extrañar ver a alguien conduciendo a esas horas de la noche. Podrían perfectamente pararle para un control de alcoholemia, por ejemplo. Un hombre solo, al volante, cuarenta y tantos años, con el rostro visiblemente desencajado. Definitivamente, si la policía lo veía, lo pararían para un control de alcoholemia.
En realidad, no había bebido nada; lo había hecho todo a sangre fría. Bueno, lo cierto es que ese no había sido su plan. Es verdad que lo había pensado todo cuidadosamente, pero en ningún momento pensó que fuera a ser capaz de hacerlo. Se contentaba con la satisfacción que le daba imaginarse el sufrimiento de ese pobre desdichado. Pero una vez allí, en su piso, no sabe muy bien qué le pasó, pero de repente se encontró con que la había abierto la cabeza, casi sin darse cuenta. Siempre podría alegar enajenación mental transitoria, que era un término que siempre le había gustado mucho.
No te jode, y encima se sentía culpable. No, no, para nada. No tenía que sentirse culpable. Ese tío le había destrozado la vida, le había quitado todo lo que más quería. Había irrumpido en la sacrosanta relación que tenía Remigio con su pareja. Una pareja modélica, una pareja perfecta, le repetía siempre todo el mundo. La angustia que había sido ocultar el engaño al que estaba siendo sometido, para evitar la humillación de todos los que en tan alta estima tenían su relación.
Todo había empezado cinco meses atrás, cuando, casualidades de la vida, decidió ausentarse del trabajo una horita para ir a comprar ese libro que sabía que tantas ganas tenía de leer su pareja. Camino de la librería no pudo dar crédito a sus ojos cuando los vio caminando abrazados, comiéndose la boca, como dos quinceañeros en celo. Remigio se quedó helado, en medio de la calle, sin apenas poder respirar. Afortunadamente, ellos no repararon en él; habría sido la situación más horrible del mundo.
Estuvo todo ese tiempo, hasta el presente día, dudando si decirle a su pareja lo que había visto o si darle la oportunidad de que todo eso pasara sin tener que intervenir. Pero estaba claro que todo seguía igual, notaba a su pareja cada vez más distante; bueno en realidad como siempre, pero él notaba que algo seguía habiendo ahí. Esas desapariciones repentinas a dar una vuelta, a comprar un qué sé yo. Ese aire olvidadizo cuando estaba en casa, algo que nunca antes pasaba. Definitivamente, no había salida de esa situación.
No se arrepentiría nunca de lo que acababa de hacer. Tenía todo el derecho del mundo. Nadie era quién para arrebatarle su felicidad sin ningún miramiento. Había actuado en defensa propia, eso diría si alguna vez lo pillaban. En defensa propia, lo que, sumado a enajenación mental transitoria, seguro que significaba que, en un par de años como mucho, estaba en la calle. Pero no le iba a pillar nadie; se iba a deshacer del cadáver, y eso sería el final de todo. Volvería con su pareja, quien poco a poco se olvidaría del amante ya inexistente. Todo habría sido como un sueño, un mal sueño.
Al llegar al vertedero, entró con el coche y se dirigió hacia una pila no muy alta de basura, donde, sacando el cadáver del maletero, lo arrojó y cubrió con bolsas. El olor era fétido, putrefacto, simbólico de lo que había sido su vida en esos últimos meses. Ahí dejo el cadáver, se volvió a meter en el coche y condujo de vuelta a casa. Quién era ese tipo para destrozar su vida. Pero ahora todo estaba en su sitio. Muerto el perro, se acabó la rabia.
Comments
Post a Comment