Día 10
Creía Ramiro que iba a ser una noche más. Entró en su restaurante favorito, una marisquería cercana al puerto de Brest. Había poca gente en las mesas. Tres o cuatro parejas, y un grupo de amigos en amena conversación. La especialidad de esta marisquería eran las ostras y los mejillones, sobre todo las ostras. Gente de toda Bretaña venía a degustar este exquisito manjar. Pero esta era una noche de miércoles, nada que ver con la masiva afluencia de clientes que podía apreciarse los fines de semana.
Un Ami au Coin du Monde, se llamaba la marisquería. Ramiro se sentó en su mesa favorita, una pequeña, cerca de un rincón junto a la ventana, desde donde se podía apreciar la gente que pasaba, sin ser demasiado visto ni por los de dentro ni por los de fuera. Se pidió, como de costumbre, media docena de ostras y una botella de vino blanco de la tierra.
A Ramiro le gustaba, le encantaba, era su actividad favorita, venir una vez a la semana o cuando buenamente podía. Siempre pedía lo mismo, media docena de ostras y su botellita de vino. Bueno, de hecho, no le hacía falta pedirlo pues, en cuanto entraba, ya acudía solicito el camarero de turno con su comanda.
Realmente buenas, como siempre, las ostras, y el vino, exquisito. No era un gran vino. En realidad, era lo que los franceses llaman un petit vin, pero a él le encantaba. Era el maridaje entre las ostras y el vino lo que hacía que la degustación de ambos a la vez resultara un momento realmente mágico, algo con lo que escaparse de la rutina diaria, semanal, siempre escribiendo artículos para la revista en la que trabajaba.
Entró de repente un viejo lobo de mar, de los que todavía se ven por la costa de Bretaña. Era un hombre de unos 60 o 65 años, robusto, no especialmente alto, con una poblada barba blanca y el inexcusable atuendo de gorra de marinero y camiseta a rayas blancas y azules. Un personaje sacado de otro tiempo y otro mundo, si no se tratara de Bretaña.
No lo había visto nunca antes Ramiro, así que le extraño la familiaridad con la que los camareros del local saludaron al recién llegado. Se sentó también en una mesa apartada, en otro rincón de la sala, en diagonal desde donde se encontraba Ramiro, quien podía por lo tanto discernirlo muy bien, pues las mesas del centro de la sala estaban vacías; las que primero se llenaban siempre eras las cercanas a las paredes, más acogedoras.
Tenía el lobo de mar un rostro afable, a pesar de la rudeza de sus rasgos. Curiosamente, se pidió lo mismo que Ramiro, media docena de ostras y una botella de vino del terruño. Observo Ramiro que el desconocido también había reparado en él, probablemente interesado por el hecho de ver que estaban ambos comiendo y bebiendo lo mismo.
En un momento dado, cuando ya había pasado un buen rato y todos los clientes, menos ellos dos, se habían marchado del restaurante, Ramiro sintió un deseo irrefrenable de hablar con el desconocido. Parecía como si el destino los hubiera puesto allí a los dos, para que ellos se conocieran. No podía ser que dos personas con los mismos gustos culinarios y los mismos hábitos a la hora de buscar un lugar apartado en el restaurante coincidieran, se quedaran solos como ahora, y eso no significara nada.
No habían pasado ni 10 minutos desde que Ramiro se hizo esta reflexión, cuando el desconocido se acercó a él, botella de vino en mano, sonriente. Le pregunto a Ramiro si le importaba que se sentara con él, a compartir la botella de vino. Algo que, en otras circunstancias, en otro lugar, podría haber sido motivo de una situación embarazosa, en ese momento a Ramiro le pareció lo más normal.
Ambos se sintieron inmediatamente cómodos el uno con el otro; hablaron y bebieron hasta altas horas de la noche, cuando el restaurante ya había cerrado sus puertas. Los permitieron permanecer dentro, como buenos clientes que eran. Ramiro y Vincent, pues así se llamaba el desconocido lobo de mar, se contaron historias de todo tipo, Ramiro sobre sus viajes con motivo de su trabajo como periodista, viajes que ya hacía mucho que no realizaba, Vincent sobre sus frecuentes salidas a la mar. Tanto uno como otro terminaron la noche convencidos de que habían hecho un amigo para siempre. Había creído Ramiro que iba a ser una noche más.
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